El semáforo pende sobre la calzada, balanceándose suave y cansino, un movimiento cotidiano del mobiliario urbano que no cesa, que acompaña simultáneamente a la respiración del suelo y a las caricias del viento parpadeante, que hace estremecer los reflejos solares sobre las distintas superficies del objeto.
No sólo ocurre aquí, también en los edificios más altos hay un poco de ese temblor, en las puertas de las casas cuando el tráfico es ligero y rápido, en las estaciones de servicio cuando el surtidor emite su tímido quejido de la hora novena. Esto sucede en todas las ciudades del mundo: la vida en la superficie, y también la que hay debajo de la superficie, en su red de transporte invisible, todo ello tiene su repercusión en el exterior, en lo que sea que envuelva a los bloques y a los automóviles, la humedad, el calor, el frío, los elementos se resienten porque tienen que compartir espacio con nuestra pobre existencia bajo el sol.
Camino bajo azul perpetuo, con pasos inciertos, mientras espero a que la espera deje de comportarse como tal. Los elementos más lejanos se hunden en un lago invisible y vertical, ¿qué profundidad tendrá? Los comercios contemplados desde fuera parecen vacíos. Me viene el pensamiento que antes de viajar en barco era muy recurrente: ¿qué hora es en Newport? ¿Seguirá la gente cenando, leyendo el periódico? ¿Cómo estará el barrio donde nací cuando regrese? Parece que el mundo sólo existe en el punto en que uno se encuentra, y que lo demás ha sido desmontado tras nuestro paso.
Subo al autobús que va sobre raíles, como una cremallera que se pliega lentamente. En su interior hace un ruido de cadenas. Puede que sea la salitre, el aroma permanente a costa lo que convierte todo en hipnótico, lo que hace que el medio de transporte tenga apariencia de carne cuando uno pone la mano en el borde de la puerta antes de entrar al vagón solitario, lo que da consistencia de enajenamiento a un hecho en el fondo tan banal como es subir a un punto alto y contemplar la ciudad desde allí, donde el vapor marino no causa tantos estragos, pero a la vez se está más expuesto a los rayos solares. En esto se resume el tránsito por el mundo: sobrevivir al oleaje de la superficie, resistir el ardor del cielo.
Desde mi posición veo débilmente las ciudades que la bahía de Fitzroy ha ido introduciendo hacia la isla como por influencia de una lengua que hurga el interior de la boca para localizar una dolorosa llaga. Localidades gobernables que se han ido idealizando alrededor de la costa. En el centro, la isla de Mokopuna, la isla de Matiu, barcos a su aire, la isla diminuta y escondida de Ward.
Estoy solo sobre la montaña. Soy un punto borroso en el mirador para turistas, buscando esos parajes naturales que se asocian a la nación, esas cascadas, esas montañas majestuosas e inamovibles, los acantilados creados en tiempos del vértigo, los senderos que en caso de salir en una anuncio te invitarían a echar a correr sin pensarlo, los ríos que se remontan como días ociosos, cuya posibilidad de mortalidad es igual que en la de esos días ociosos. Lo tengo a la espalda. Tengo la llamada de la naturaleza menos transitada arañándome la espalda. Tendría que ir más hacia el sur.
Lo que tengo a quinientos metros es una urbe que no para de crecer, con sus calles que recuerdan a las zonas comerciales de Dublín, con sus terrazas encantadoras y su gente amable. Tendría que descender latitudes, atravesar la fractura entre las islas, alejarme aún más. Hacia el norte tengo a New Plymouth, Auckland, el mar de Tasmania, la cercanía del coral, el gigante Australia. Escapar de esta enorme lengua neozelandesa que puede engullirte si te pierdes demasiado tiempo en su contemplación.
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