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Lo que dicen nuestros actos

Conducir en Madrid, particularmente, aunque también en otras muchas ciudades, se ha convertido en una actividad no apta para todos los públicos.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 14 DE MAYO DE 2011 22:00 h

No sólo se trata de gestionarse con toda la cantidad de coches que mueve diariamente una ciudad como ésta, sino que principalmente el objetivo es no contribuir a una úlcera cada vez que se coge el coche. La sensación general cuando uno va al volante en una gran ciudad ya no sólo es que “aquí, el que no corre, vuela” sino que, literalmente, esto es “la jungla”. Cada cual va a lo suyo, busca su propio beneficio, qué duda cabe, ya sea llegar antes, mostrar algún tipo de supremacía (o de carencia) al volante, o simplemente ir a su propio ritmo, al margen de convencionalismos o normativas de circulación. Pero en cualquiera de los casos, sea cual sea la situación, lo que no es discutible es que nuestros actos en carretera, como en otras áreas de la vida, hablan de nosotros, de lo que somos, de lo que sentimos, de lo que pensamos, de lo que nos importa o de lo que nos resbala, en definitiva.

Esta consideración venía a mi mente en esta semana justamente inmersa en una de esas mañanas de tráfico intenso en la capital. Conducir para mí es una actividad agradable en general, aunque es difícil (y a mí me cuesta sobre manera) no crisparse a la vista de ciertas cosas que ocurren de forma completamente habitual. Mi caso en estos días atrás fue el siguiente: discurriendo por una carretera nacional con tres carriles y adelantando a un camión que circulaba a mi derecha, un coche aparece “como de la nada” y decide aprovechar el hueco que aún queda entre el camión y mi vehículo para adelantarme por mi derecha y adelantar posteriormente al camión. Todo ello, por supuesto, teniendo a su plena disposición el carril más a la izquierda de la autopista para poder realizar su maniobra de adelantamiento y, no podía fallar, sin atisbo alguno de intermitente por ninguna parte. Como dicen algunos, “es que él ya sabe a dónde va”. ¡Claro, qué ingenuo de mi parte dar por hecho que los que circulamos a su alrededor también necesitamos saberlo!

No contento con el alarde de control al volante (curiosamente, su sensación de control es inversamente proporcional a la sensación de descontrol que percibimos los demás en ese momento, es decir, cuanto más “controla” él, menos controlamos nosotros), continúa haciendo “eses” literalmente a lo largo de todo el tramo de carretera que mis ojos alcanzan a ver, siempre sin intermitente. Y cuantos más adelantamientos “dudosos” realiza, yo noto como se me va subiendo la adrenalina y hago importantes esfuerzos por no estallar en improperios, ya no tanto por la indignación que me produce ver que la gente hace lo que le da la gana, que también, sino principalmente por las implicaciones que ello tiene y el significado o mensaje que se desprende de sus actos, que en este caso es “Tu vida, francamente, me importa un rábano”.

Nuestros actos hablan de nosotros. Lo hacen continuamente y el tráfico es sólo uno de las áreas que pone esto de manifiesto.Muchas personas se compran, incluso, un tipo de coche y no otro porque cierto modelo de vehículo constituye, en alguna medida y aunque no lo sepan, una prolongación de la personalidad que a les gustaría proyectar. Y nos transformamos al subir el coche. Hablamos de nosotros con nuestras maniobras, con la manera de sentarnos o con la forma de sujetar el volante. Hablamos de nuestra inseguridad, de nuestros complejos, de nuestros deseos, de nuestras motivaciones. Lo hacemos también en la manera en que nos comunicamos con los demás, en la manera en que comemos o en la forma en que vestimos. Extrapolémoslo a otras situaciones: da igual en qué ámbito nos movamos, o con quién, o cuántos esfuerzos hagamos por intentar incluso disimular la relación que nuestras acciones puedan tener con nuestro fuero más interno. La realidad es que nuestros actos son muchas veces reflejos coherentes de lo que pensamos y sentimos, son tremendamente difíciles de disimular, forman parte inherente junto con la emoción y el pensamiento de nuestras actitudes y son una herramienta inestimable para movernos cada cual en nuestro entorno y respecto a los demás con unas mínimas dosis de garantía y seguridad.

En general, la conducta de los demás, que tiende a ser coherente con las áreas cognitiva y emocional, nos sirve para predecir su conducta en el futuro, y esto es de una relevancia vital en nuestras relaciones. Constantemente estamos “adivinando” lo que sucederá. Necesitamos permanentemente rellenar las lagunas de información y no lo hacemos con datos basados en hechos, sino en inferencias. En función del comportamiento de cada cual, hacemos un juicio sobre lo que creemos que es la actitud de la persona ante un determinado elemento o situación y establecemos nuestra conducta personal en función de esa lectura subjetiva que hacemos. Efectivamente, podemos equivocarnos y, de hecho, en muchas ocasiones lo hacemos. Pero la conducta de los demás ha resultado mostrarse, una y otra vez, como una variable de bastante peso y fiabilidad a la hora de anticipar, al menos hasta cierto punto, los comportamientos y actitudes futuros de los demás individuos.

Por poner un ejemplo, si alguien tiene por costumbre mentir, somos bastante conscientes de que, lo más probable, es que siga haciéndolo. Podemos equivocarnos o generalizar, sin duda. Puede que en una ocasión particular tuviera que mentir por una razón determinada, en contra de lo que piensa o siente. Pero en la mayor parte de las ocasiones, ante una persona que miente, obtenemos buenas dosis de información que nos indican con alto nivel de garantía, que la persona seguirá haciéndolo. Sin ir más, lejos, cuando la persona nos niega la mentira, cuando parece no sentirse mal con ello o cuando la justifica en otros. Al final resulta que, efectivamente, ese acto da información a los que nos rodean acerca de quiénes somos, de qué pensamos, qué justificamos en nuestro fuero interno y, lo que es más importante, de cómo han de comportarse ellos ante tal realidad.

Estas consideraciones me llevaban, inevitablemente a la parábola del Hijo pródigo que nos trae el Evangelio de Lucas, capítulo 15. En ella, cada uno de los personajes proyecta una serie de conductas que nos hablan de quiénes son y sobre qué podemos esperar de ellos.Nos toca leer entre líneas, sin duda, porque el texto nos habla mayormente de lo que hacían, pero no tanto de lo que sentían o pensaban. Pero entendiendo que esos tres parámetros de la conducta mantienen entre sí alto nivel de coherencia, podemos sacar algunas conclusiones interesantes, aun cuando no nos vamos a detener en estudiar todos los comportamientos de los personajes en profundidad:

· El hijo menor, que decide marcharse del hogar, le pide al padre su herencia fuera de tiempo. Esto tiene serias implicaciones emocionales, ya que transmite varios mensajes terribles.Por una parte, le dice “Lo que más me importa de ti son tus bienes, tu herencia y cuánto puedo beneficiarme de ella”. En segundo lugar le expresa “Quiero vivir como si estuvieras muerto. De facto, para mí, es como si así fuera”. Con el uso que hace de sus bienes, “desperdiciándolos” y “viviendo perdidamente” deja bien claro a su padre otro mensaje: “Desprecio la moral con la que he sido educado, mis valores son otros, tú estás equivocado y eres el que no sabes vivir la vida. Sin duda, yo soy más sabio que tú”.
· El padre acepta la petición del hijo, le respeta, aunque le deja también vivir las consecuencias de sus actos. En ese sentido, permite que se aplique una cierta forma de disciplina: la de las consecuencias naturales de la conducta.A la luz de la Biblia esta es la forma en la que Dios se comporta con nosotros y forma parte de Su juicio dejarnos sufrir las consecuencias de nuestros actos. En ese sentido es también un padre amante, porque si se ama, se disciplina. Lo que se destila, entonces, de sus actos es “Sé que te estás equivocando, pero acepto que uses la libertad que te he dado. Como, además, te quiero, dejaré que disfrutes de tu decisión, pero también que vivas las consecuencias que se derivan de ella”. La acogida del hijo que vuelve es, sin duda, una forma de mostrar su amor hacia él, tal y como Dios mismo hace con nosotros. Sus constantes muestras de amor hacia nosotros así nos lo dicen y nos revelan permanentemente algo del carácter de Dios. No sólo le espera (nos espera) con los brazos abiertos, sino que es movido a misericordia y corre hacia nosotros. Él se da a conocer a través de Sus actos, de Sus hechos, de Su creación y nos dice, “Estoy dispuesto a reconciliarme contigo si vienes arrepentido a pedir perdón”, tal como sucede en la historia que nos ocupa.
· El segundo hijo, el mayor, vive con desazón la vuelta de su hermano. Parece decir “No quiero compartir con este desagradecido lo que me pertenece por derecho”. Es movido, no a misericordia, recordándose que aquello de lo que dispone ni siquiera es suyo todavía, sino a envidia y a celos, olvidándose de que la herencia la disfrutará en el momento propicio por gracia de su padre, que es el verdadero dueño de todo, pero no por sus años de servicio ni por méritos propios. El corazón de su padre está puesto en la alegría de haber recuperado al que se había perdido. Ese y no otro es el propósito primero y es el motivo principal de fiesta en el cielo, como lo era en la casa de nuestra historia.

Es vital que no perdamos de vista que lo que hacemos cuenta, que transmite un mensaje a los demás.Lo hace en nuestros foros familiares, lo hace en la iglesia y lo hace también trascendiendo las fronteras de nuestros templos. Estamos llamados a vidas santas que le reflejen a Él, porque todo acto refleja algo y cuanto más llenos estemos de Él, más claro será el reflejo que lanzamos al mundo que nos rodea. ¿Qué mensaje transmitimos con nuestro diario caminar?

¿Qué mensaje, por otra parte, recibimos de Dios mismo cada día?Somos capaces de percibir que "las cosas invisibles de Él, Su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Rom. 1:20)? Todo lo que nos rodea, cada esquina o resquicio de Su creación nos habla de Él y nos lanza un mensaje que ha sido explicitado de manera magistral en la Palabra que tenemos delante, la Biblia, pero también en la Palabra Viva que es la persona de Cristo mismo. Tal y como ha hecho hasta aquí, con todas las pruebas de Su amor, con Su forma de obrar, a través de sus constantes muestras de misericordia y gracia hacia este mundo caído, podemos inferir algo acerca de Su carácter, pero más que eso, descansar confiados en la esperanza de que Sus promesas son en Él Sí y amén, que nunca faltó a Su compromiso con Sus criaturas, particularmente con nosotros, los seres humanos, y sabemos, sin lugar a dudas, qué podemos esperar de Él.

Ante todas esas señales de Su amor, misericordia y paciencia hacia nosotros, quizá en algún momento nos acerquemos a Él, como cierto niño le decía a su padre minutos después de una rabieta, pero consciente de cada señal de amor de su papá a pesar del enfado, “Papá, es tan difícil odiarte…”. El hijo pródigo de nuestra historia se acercaba diciéndole “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Su Padre, sin embargo, lejos de reprocharle o machacarle, le viste con el mejor vestido, pone un anillo en su mano y le calza antes de hacer fiesta por el hijo que, habiendo estado muerto, ha regresado a la vida. ¿Qué se puede esperar de alguien que actúa como este padre lo hizo con su hijo? Sin duda, sus actos nos hablan de su carácter y de lo que verdaderamente movía su corazón, que era el amor hacia su hijo.

Cada movimiento de Dios nos habla de Su amor, y nos recuerda que lo que nosotros hacemos también tiene significado. El significado de Su hacer y decir hacia el ser humano es sencillo pero profundo: con cada gesto nos dice “Te amo”. La pregunta es “De qué hablan nuestrosactos?”.
 

 


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