Su casa, la última de la calle, se erigía imponente como la frontera entre la zona de los fabriles y el recién edificado y urbanizado barrio de Los Álamos.
Afirmaba que su padre, Doctor en Filosofía y Antropología, la obligaba a mezclarse con nosotras para aprender de las dificultades por las que deben atravesar determinados grupos sociales, es decir, nosotros los pobres. Ya que ella, el resto de la jornada, sólo conocía el lujo y la despreocupación de los que lo tienen todo. Por eso se aproximaba por la acera con cara de fastidio, porque sabía que su padre la observaba desde el imponente porche con una sonrisa condescendiente. Traía asida una bolsa de terciopelo en la que guardaba sus exquisitas muñecas de tirabuzones rubios. Sólo nos dejaba tocar una de ellas, cada tarde, no fuera a ser que se las ensuciásemos con nuestras manazas. Era difícil contener la excitación que tan bellos juguetes generaban en nosotras, pero nos doblegábamos a sus deseos, para no perder la oportunidad. Brígida, Lourdes y yo, sin embargo, poco podíamos aportar al intercambio: algún oso de fieltro y ojos de botón, una caja de zapatos llena de nimios tesoros y toda la admiración de la que éramos capaces.
- Nosotros los ricos, jamás rebañamos el plato.- Nos instruía Antonella.- Si lo hiciéramos, pareceríamos muertos de hambre.- Y se reía a carcajadas, un largo rato. – Tampoco usamos la ropa durante más de un año. Mi madre siempre dice que la que repite modelo dos temporadas, necesita urgentemente un tirón de orejas.
He ahí que nos regalara sus finas prendas, en cada cambio de estación. Aunque pocas veces podíamos disfrutarlas pues nuestras madres las llevaban a vender al mercadillo de los domingos, consiguiendo con ellas un buen dinero.
En alguna ocasión, durante todos los años que Antonella estuvo omnipresente en mi vida, creí sentir que me apreciaba. Incluso a veces parecía tenerme mayor estima que a Lourdes y Brígida.
- Cordelia.- Solía decirme.- Tú eres más bonita que las otras, podrías llegar a ser una señorita de sociedad si consigues un buen novio. Un muchacho de familia renombrada que te diera su apellido para que nadie recordara el tuyo. Tal vez, Cordelia, si te ven conmigo se animarán los chicos...
Yo asentía, pensando que en mis recién estrenados quince años, más me urgía acabar el bachillerato y buscar un trabajo pronto, que soñar con maridos.
***
Antonella, sin embargo, parecía ajena a las preocupaciones que ahogaban a mi familia. Mi padre, desempleado, vagaba las calles en su desesperación por ofrecerse a algún rico para arreglos de tuberías e instalaciones. Mi madre, con su espalda tullida, apenas podía seguir bordando pañuelos para la fábrica Renstal y los pedidos disminuían mes a mes. Por eso a veces, en las tardes de primavera, soñaba con que la casa de Antonella era la mía, míos sus lujos y su tranquilidad. Tranquilidad que muchas veces se compra, no se gana.
- Tendrías que ver a Leandro montando a caballo, ¡qué elegancia, qué porte! Ayer me miró en el club ¡Y me guiñó el ojo!- Brígida, Lourdes y yo escuchábamos absortas su relato.- Mis amigas del club creen que está enamorado de mí, aunque es tan tímido…. Ojala se atreva pronto a decirme algo…
- Por supuesto que te lo dirá.- Trataba de animar yo, aunque la mayoría de las veces mis palabras cayeran en saco roto.
- Tendríais que ver también a mis amigas del club.- Proseguía Antonella haciendo caso omiso.- Son cuatro, dos de ellas hijas del Ministro Quint, y las otras dos primas, descendientes de los Gómez-Ayala. ¡Hacemos un grupo fabuloso! Allí en el club todo está limpísimo y los camareros te atienden enseguida. Solemos sentarnos en una de las mesas del jardín, cerca de la piscina, bajo una gran sombrilla y tomar limonada mientras hablamos de chicos. ¡No sabéis cuánto me quieren!
- Tráenos una foto, Antonella, por favor…- Rogó Brígida en un suspiro de emoción.
Ya veré.
Desde que los padres de Antonella se hicieron socios del club, nuestra distinguida amiga no hablaba de otra cosa. Se trataba de un moderno y amplio complejo, situado al norte de la ciudad, donde las familias de postín pasaban los fines de semana y promovían los vínculos entre sus hijos. Vínculos que en muchas ocasiones aseguraban matrimonios o contratos prometedores. Antonella jugaba al tenis y practicaba equitación. Por suerte, entre semana, no le era permitido asistir al club, pues debía estudiar y cumplir con nosotras, las desposeídas que nos llenábamos de sus fascinantes relatos.
- El sábado hubo un gran baile y todas acudimos de traje largo.- Contaba Antonella con lujo de detalles.- Las Quint y las Gómez-Ayala fueron, por supuesto, las más elegantes y todos felicitaron a su padres por las mujercitas tan bellas que tenían. Os he traído la gaceta del club.
Extendió ante nosotras el folleto de apenas cuatro páginas, plagado de fotos en blanco y negro y nos señaló a sus insignes amistades. Y también a Leandro, que mostraba orgulloso, en la contraportada, el trofeo de competición de salto que había conseguido la víspera.
- Es guapísimo…- Suspiró Brígida.- ¡Qué suerte tienes!
- Ya hablamos todos los fines de semana.- Ahondó Antonella para acrecentar nuestra envidia.- Me ha dicho que me invitará a la finca de campo de sus padres en verano y a la casa de la playa cuando haya pasado tanto calor. ¡Van a ser unas vacaciones fabulosas!
Durante el periodo estival, nosotras conseguíamos trabajos de poca monta como ayudantes en alguna tienda, aprovechando el afán por comprar de las señoras en el tiempo libre. Yo vendía telas en Casa François durante todo el día por lo que, cuando caía la tarde y se marchaba la última clienta, lo único que anhelaba era escuchar las anécdotas de Antonella, vivir en ella y a través de ella el esparcimiento y la diversión de la adolescencia.
***
El inicio del otoño trajo prosperidad a mi hogar. Mi padre fue contratado por uno de los vecinos de Los Álamos para arreglar su mansión. Tan bien lo hizo y tanto se esmeró, que su nombre fue recomendado a otro vecino, y a otro, hasta que mi padre tuvo que rechazar algún que otro trabajo por no disponer de tiempo suficiente para cumplir con todo. Aquella noche que llegó con las manos encalladas y la mirada alegre, supe que tenía una buena noticia:
-Hija, tengo una sorpresa para ti.
- ¿Para mí?- Dejé la olla y corrí a su lado.
- Sé que por tu dieciséis cumpleaños no te pude regalar nada así que voy a enmendarlo. Uno de mis nuevos jefes es el gerente del club ese al que va tu amiguita la rica y ¿a que no sabes qué?
- ¿Qué papá, qué?- Me temblaban las manos.
- Me ha dado una invitación para que vayas mañana a la exhibición de equitación. Como tienes libre en la tienda los fines de semana, puedes pasar el día sin problema.
Le abracé fuerte y contuve las lágrimas. Me parecía imposible que cayera en mis manos una porción de realidad, de emoción. Los pobres tenemos vidas muy aburridas, imbuidas en la monotonía de conseguir qué comer todos los días, exhaustos y hastiados de tan dura realidad. En cambio ellos, Antonella, las Quint, Leandro… ellos sí tienes vidas entretenidas.
***
Por suerte, no habíamos vendido aún la última bolsa de ropa que Antonella me regaló y pude escoger qué ponerme. Me arreglé parsimoniosamente, con ayuda de mi madre, como si fuera a una entrevista con el rey. Mi padre nos miraba sonriente desde la salita, a sabiendas de que había acertado de pleno en su intercesión ante el gerente. Me despidieron ambos en la puerta y allí permanecieron hasta que giré la esquina.
Toqué el timbre de casa de Antonella para avisarle de mi gran suerte y poder ser presentada por ella, pero su padre, correcto y condescendiente, me informó de que ya estaba en el club pues sus clases de tenis comenzaban temprano.
- Seguro que se alegra mucho de verte allí, Cordelia.
Mi madre me había dado algún dinero de su bote de ahorros para que llegara hasta allí en taxi, no fuera a ser que de la caminata apareciese transpirando ante esa gente tan importante.
Tendí mi invitación en el portón de entrada al guardia de seguridad y me hallé perdida, sin saber siquiera dónde estaría la pista de exhibición. Caminé entre finas damas de pamela y guantes blancos, acompañadas por caballeros de camisa sport y pantalones beig. Los camareros, de traje negro y camisa blanca, corrían por doquier blandiendo sus bandejas. Olía a jazmín y la luz se colaba entre la arboleda y los toldos, por el jardín que me rodeaba sin saber yo a dónde me dirigía.
Entonces la vi y entendí todo. Antonella, rodeada por todos los amigos que yo solo conocía en fotos, riendo alegremente. La observé desde detrás de un árbol, largo rato, tratando de tragar la agridulce envidia que me generaba. Tal vez, yo había albergado la esperanza de hallar sola en aquel lugar, de desenmascarar que todo lo que nos había contado era una mentira y que en realidad se trataba de una pobre niña rica. No era así. Cada una de sus anécdotas era cierta, es más, parecía haber minimizado los maravillosos detalles que estaban ante mis ojos. Nunca nos habló de las estatuas de mármol blanco que salpicaban el jardín principal, ni de los toldos para las recepciones, ni del increíble pelo dorado de Leandro. Habría sido más fácil compadecerla, si en realidad se hubiese tratado de una incomprendida a la que todas aquellas comodidades no hacían feliz. Solo me quedaba gestionar aquellos sentimientos encontrados, costase lo que costase, dejando de soñar con lo que no tenía en aquel entonces y seguramente no alcanzaría jamás. Súbitamente descubrí que no extrañaba todo aquello porque nunca había sido mío. Me maravillaba sí, y quizás lo anhelaba en mis ensoñaciones, pero no lo sentía como parte de mí. Me dispuse a irme, retornar a mi realidad y aceptarla. Antonella me vio, de lejos, saludándome levemente con la mano. Yo quedé petrificada, ella tampoco se acercó. Pronto vino la pequeña de las Quint y se la llevó del brazo.
No vi a Antonella nunca más. Ya no volvió a acompañarnos en la acera, para desdicha de Brígida y Lourdes que no comprendían tan radical ausencia. Seguramente su padre entendió que, con mi presencia en el club, el círculo se había cerrado y la penitencia de su hija llegado a su fin. Yo, sin embargo, agradecí que dejara de llenarnos la cabeza de fantasías, pues solo así podría ver el vaso como realmente estaba: vacío. Era yo quien debía llenarlo, seguramente de mucha vida aburrida, de mucha lucha por vivir dignamente. Al fin y al cabo, era lo que me había tocado vivir y sólo yo podría decorarlo, asumiéndolo primero y tratando de disfrutarlo después.
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