Esta serie responde a la
reciente publicación en Protestante Digital de la serie ‘Mujer y Biblia’ que entiendo que hace necesaria una “réplica”
El trabajo de Luis Marián se orienta en una línea interpretativa que explica cualquier diferenciación entre hombres y mujeres como el resultado del pecado en nuestra raza. Tales argumentaciones –sin duda con notable éxito de difusión en nuestros tiempos- sirven a muchos para explicar el ministerio pastoral de la mujer, presentando indirectamente a las iglesias que entienden que hay una diferencia bíblica de funciones, como ancladas en una falta de entendimiento de la libertad ganada por Cristo.
Pero lo cierto es que todavía una mayoría de congregaciones y denominaciones mantiene esa práctica diferenciada de funciones, sin que eso implique negar el valor del Evangelio para restaurar la auténtica dignidad de la mujer.
Sin duda
el mensaje y el comportamiento de Jesucristo fueron una confrontación constante contra las prácticas discriminatorias hacia la mujer, reivindicando su auténtica dignidad y valor espiritual. Incorporarlas como discípulas, ocupar tiempo en conversar con ellas para instruirlas, reconocerlas como ‘hijas de Abraham’ o emplearlas como los primeros testigos de su resurrección, efectivamente habla mucho, alto y claro del valor y la honra que mujeres y hombres compartimos ante nuestro Creador. Y señala con claridad el juicio que para Dios merecen los abusos y tergiversaciones a las que el pecado nos lleva constantemente.
De modo que
todos podemos unirnos al señalar que la caída trajo como consecuencia una lucha de sexos, no deseada ni bendecida por Dios. Un conflicto que ha roto el armónico diseño del Creador, convirtiendo una relación de ayuda mutua en un choque de poderes.
Desde esa perspectiva de los efectos del pecado en la relación hombre-mujer, la Iglesia tiene que proclamar y vivir un estilo de relaciones que manifieste el poder regenerador del Espíritu, capaz de transformar nuestras mentes, entendiendo de nuevo el diseño original de Dios, y manifestando por ello unas relaciones que se alejen de las imposiciones, los abusos o el desprecio. Hasta aquí todos compartimos una misma interpretación bíblica.
Pero
el problema viene al “trasladar” todo eso al ámbito interno de la Iglesia como manifestación anticipada –aunque imperfecta- del Reino de Dios. Coincidiendo todos en que como pueblo de Dios hemos de mostrar a esta sociedad caída los propósitos originales de Dios, unos afirman que todas las diferencias de género son una consecuencia del pecado (y por tanto eliminadas por la obra redentora de Cristo), mientras
otros creemos que existen diferencias de función –que no de dignidad- previas a la caída (y por tanto vigentes para la Iglesia, porque no son resultados del pecado sino parte del diseño del Creador).
La primera cuestión, por tanto, es el momento en que “empieza a contar el cronómetro”.Esa es una de las mayores y centrales diferencias a la hora de enfocar el asunto de género en la Iglesia: dilucidar si antes del pecado había o no una diferenciación de funciones entre el hombre y la mujer. Porque eso determinará no solo nuestro entendimiento general del asunto, sino que necesariamente nos guiará en los pasajes “oscuros” a lo largo del NT, como por ejemplo
2ª Timoteo 2:12-14. Un texto en el que claramente Pablo basa su mandato (‘
no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio…’) en una referencia a la creación
antes de la caída (‘
pues Adán fue formado primero, después Eva’).
En el segundo capítulo de Génesis encontramos 5 claras manifestaciones de una diferenciación entre Adán y Eva antes de la irrupción del pecadoy sus devastadores efectos:
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En primer lugar, vemos que el Dios Soberano quiso seguir un orden y un proceso creativo absolutamente diferenciados: Primeramente formó a Adán del polvo de la tierra, y después a Eva a partir del propio hombre (Génesis 2:7 y 11). Ambos actos creadores estuvieron separados por un tiempo, indeterminado pero desde luego no inmediatamente consecutivo, dados los “trabajos” de Adán que vemos antes de la formación de Eva, en oposición al resto de los animales cuya creación macho-hembra se narra simultánea.
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Adán, todavía sin la compañía de Eva, recibe de Dios el encargo de labrar y cuidar el huerto (Génesis 2:15), como primera delegación de autoridad para administrar la Creación.
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Después de eso, y aún sin haber sido formada Eva, Adán escucha de Dios el mandato espiritual para preservarle la vida (Génesis 2:16-17). Podemos apreciar la importancia y trascendencia de este mandato personal hecho al varón, cuando después de la caída Dios se dirige a Adán -precisa y personalmente- para demandarle su responsabilidad. Los dos pecan; los dos oyen la voz de Dios paseándose por el huerto; los dos se esconden… Pero la pregunta demandando la responsabilidad espiritual es dirigida en primera instancia tan solo a él: ‘Dios llamó al hombre, y le preguntó: ¿dónde estás tú?’ (Génesis 3:9)
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La acción autoritativa de ‘poner nombre a todos los animales’ es realizada por Adán antes de la formación de Eva, respondiendo al expreso encargo de Dios (Génesis 2:19-20)
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Y cuando finalmente Dios crea a la mujer, apreciamos que quien le pone nombre es Adán (Génesis 2:23), por contraposición a él mismo, cuyo nombre es fijado por Dios.
Por supuesto que
el pecado afectó y dañó ese diseño de Dios, pero lo que no se puede negar es que antes de la caída, y por tanto dentro aun del perfecto plan del Creador, existe una diferenciación de funciones y de autoridad entre el hombre y la mujer. Una diferenciación que formaba parte del ‘
bueno en gran manera’ con el que Dios calificó su obra.
En los
siguientes artículos abordaremos los otros cuatro argumentos clásicos que sirven para afirmar el ministerio pastoral de la mujer (“Un Jesús condicionado”, “El expediente Junias”, “La cuestión kephalé” y “El problema del sometimiento”)
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