Una isla desapacible

Mientras la pequeña comunidad mengua en la cima, los restos del Bounty se pudren bajo el agua, en el cabo que lleva su nombre.

Conozco la historia de oídas, en el colegio nos la contaron: a finales de abril de 1789, los tahitianos que viajaban en el barco hacia el Caribe, se amotinaron con parte de la tripulación y enviaron a Inglaterra al capitán, William Bligh, discípulo en muchos aspectos de James Cook, y a los once que le fueron fieles.

Para evitar que regresaran con represalias, los amotinados quemaron el barco al llegar en enero a Pitcairn, una isla que no debía aparecer en el mapa, y que como muchos otros terrenos dispersos en los océanos, debe el nombre al primero que puso su ojo sobre el lugar. Los restos del barco pueden verse desde la superficie, duermen, dan sentido y señal geográfica.

Los accidentes del hombre marcan el accidente geográfico, pero es una marca engañosa: para el cabo, por ejemplo, cuya existencia está antes y después del que dijo que aquello era un cabo, sólo está el agua cristalina, sólo el reposo al que mirar hasta que los ojos queman, sólo la permanencia. Para ese apéndice diminuto en el mar, no hay apodo ni apellido, ni reacción frente al nombre; hay en cambio días de oleaje bravo o día de calma, mirada al día apacible, o resistencia al anochecer tormentoso. Y pasadas las clemencias y las inclemencias del tiempo, esperar.

No nos quedaremos mucho en la isla. Doy un paseo por un camino de tierra empinado, blando y seco, de ese tono amarillento y polvo disperso que cubre las hojas más bajas de los árboles, hojas descoloridas por el sol de especies que no logro identificar.

Pronto llego a la frondosidad, y percibo una manta verde que sube hasta un pico con forma de columna vertebral. Camino con paso lento, algo cansado pero sin parar. La brisa está algo viciada, como si llevase en brazos las partes más oscuras de la isla, la sombra de las cuevas enormes como corazones de gigante al final de sus días, la emigración masiva de las almas, la nube atizonada con la amenaza prologada del olimpo fiscal y los turbios juicios sobre abusos cometidos allí, lo que origina una sensación de malestar en el estómago, aversión que logra manchar el terreno.

Es una rara decadencia, un desagradable desencanto el que se cierne sobre ella. De vez en cuando, se ven unos tímidos cables de electricidad para que no puedas perderte en la contemplación. Todo aquí tiene un aire de falso paraíso. Parece un decorado. Y te sorprendes deseando que sea un artificio.

Hay una iglesia adventista de ocho miembros (en otros tiempos su influencia fue importante, cuando los habitantes eran más de doscientos, de ahí los nombres de Saint Paul Pool, o roca de Adán), y un ayuntamiento cerrado. Una clínica sin pacientes y un museo sin visitantes. Hay unos restos polinesios que seguro llamaban a la isla de un modo bien distinto, y cuidaron mucho mejor de la tierra. Hay una oficina postal, desde la que envío una postal a casa, algo que he hecho muy poco desde que comencé el viaje, y debería haber hecho mucho más a menudo… quizá haya debido ser más turista que simple viajero, me lo he dicho unas cuantas veces.

Subo al punto más alto, y allí encuentro algo que en tiempos era una gran atracción turística: un poste con multitud de flechas apuntando a ciudades importantes del mundo, seguido de los kilómetros indicando la distancia a la que nos encontramos de esas capitales. Son tan largas esas distancias que también me parecen irreales. La flecha de Londres se descuelga cuando apoyo el dedo. Miro a derecha e izquierda y creo que no he llamado la atención, llevo horas sin ver a nadie. La recoloco con todo el cuidado que puedo reunir: el próximo que venga se verá en esta misma situación, verá caer Londres y pensará si yendo en esa dirección, en lugar de la que marcaba al principio la flecha, seguirá estando a 14821 kilómetros.

Mañana nos marchamos de este lugar desapacible. No me siento tranquilo aquí. Se respira diferente, cuesta más hacerlo entrar en los pulmones. Viciado.

Como en la proximidad de una tormenta veraniega, pero sólo con el bochorno.