Resulta lógico que la ciencia biomédica se esfuerce por fomentar la calidad de vida y, al mismo tiempo, evitar el posible deterioro de la especie humana. No obstante, lo encomiable de tal finalidad no garantiza la legitimidad de todos los medios o procedimientos que se utilicen para lograrlo.
La mentalidad que considera a las personas con deficiencias génicas como equivocaciones de la naturaleza a quienes se les debería haber impedido nacer, resulta sumamente peligrosaporque, aparte del hecho de que todos los seres humanos somos en realidad portadores de determinadas anomalías genéticas, contribuye de forma alarmante a propagar en la sociedad una especie de fiebre por liberarse de los minusválidos. Una caza genética de brujas.
Y
esta tendencia choca frontalmente contra los más elementales principios del Evangelio. La ética de inspiración cristiana propone precisamente todo lo contrario, la atención y el cuidado especial de los pobres, enfermos, inválidos, leprosos, dementes y demás marginados que puedan existir en la sociedad.
De igual manera en que, según la Escritura, desde el punto de vista moral “no hay hombre justo en la tierra” porque no existe ningún ser humano perfecto que “haga el bien y nunca peque” (
Ec. 7:20), también desde la perspectiva genética esto vuelve a ser cierto. No hay nadie “entre los nacidos de mujer” con genotipo absolutamente perfecto.
Ciertamente todos somos mutantes que hemos recibido unos genes, cientos de veces alterados y revueltos a lo largo de la historia. Cromosomas que se han mezclado en cada fecundación y que el ambiente los ha ido estropeando y seleccionando hasta llegar a ser lo que hoy son. ¿No debería esta realidad hacernos mucho más humildes, solidarios y responsables con los incapacitados? ¿No es suficiente tal constatación científica para ponerle freno a cualquier tentación eugenésica? ¿No sería mucho mejor abandonar de una vez ese deseo incontrolado que se tiene hoy por el niño perfecto y a la carta?
El ser humano es, gracias a Dios, mucho más que un minúsculo puñado de genes. El hombre y la mujer se miden mediante parámetros más elevados que la talla, el peso o el coeficiente de inteligencia. La educación recibida, el desarrollo de los sentimientos, los valores familiares, culturales, sociales y espirituales, suelen determinar un papel en la constitución de la persona mucho más importante que esos repetitivos pedacitos entrelazados de ADN que los padres traspasan a sus hijos. Es verdad que los genes pueden actuar predisponiendo para determinadas cualidades de tipo espiritual, pero estas características personales dependerán sobre todo del ambiente familiar y educacional en el que se desarrolle cada criatura. De ahí la necesidad de proteger a la familia y cuidar el sistema educativo para que las raíces de la ideología eugenésica no consigan nunca arraigar en esa tierra.
El Señor Jesús les decía a sus discípulos que siempre tendrían pobres con ellos (Mt. 26:11). Quizás también pueda decirse hoy que, por mucho que avance la ingeniería genética, los deficientes continuarán entre nosotrosporque las limitaciones, el sufrimiento, el dolor y la muerte acompañarán perpetuamente la singladura humana en esta tierra. Y todas las personas que no llegan al umbral de la “normalidad” merecen cuanto menos el respeto de aquellas que lo sobrepasan.
En otra ocasión, con motivo de la parábola de la fiesta de bodas, el Maestro, dirigiéndose a los fariseos, les dijo:
“Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos” (
Lc. 14:13-14).
Algunas tradiciones hebreas consideraban que estos cuatro grupos de personas, los pobres y aquellos que padecían defectos físicos congénitos o adquiridos, debían ser excluidos de la comida comunitaria y no podían participar de ciertos banquetes y actos religiosos (
Lv. 21:17-23; 2 S. 5:8). Sin embargo, Jesucristo, en contraste con tales costumbres, predica que el cristiano debe abrir su corazón a estas personas para aliviar sus necesidades porque también son sus semejantes. Jesús está abiertamente contra la eugenesia, aunque en sus días no se conociera esta palabra.
La generosidad y solidaridad hacia el débil es la praxis básica del cristianismo.El amor debe ser sin fingimiento y sin esperar nada a cambio. Aunque a veces la mejor recompensa es una simple mirada o una sonrisa de agradecimiento por el sólo hecho de estar vivo. En este mismo sentido el profesor Gafo explica la siguiente experiencia:
“Un niño de 11 años, nacido con graves malformaciones físicas, comentaba espontáneamente después de contemplar un programa de televisión: `yo tuve suerte de nacer antes de que se hablase tanto sobre el aborto´. Nos parece que es una frase que debehacer pensar” (Gafo, J.,
10 palabras clave en bioética, Verbo Divino, Estella, Navarra, 1994: 80).
La opinión del propio interesado es sin duda el mejor criterio para valorar el sentido de una vida humana con anomalías o malformaciones. Al margen de consideraciones eugénicas sobre el valor de los genes, lo que realmente vale del hombre desde la óptica cristiana, es su peculiar dignidad.
Toda criatura humana tiene el mérito esencial de haber sido formada a imagen de Dios. ¿Quién está autorizado para decidir hasta dónde llega la imagen divina en cada ser? ¿Con qué criterios se puede determinar quién es persona “normal” para merecer vivir o poder reproducirse y quién no? Ante tal incertidumbre es menester rechazar todas aquellas medidas de la eugenesia que actualicen el racismo, la falta de respeto a la vida humana o la violación de los derechos conyugales.
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