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Tuteamos a Dios porque le necesitamos

A esta contundente conclusión llegaba hace unos días un conocido escritor en uno de los programas de radio de más audiencia en nuestro país.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 09 DE ABRIL DE 2011 22:00 h

La frase venía a colación justamente de todo lo sucedido recientemente en Japón y también de cara a la durísima crisis económica que enfrentamos como podemos en nuestro país. Lo extendía igualmente a otras muchas situaciones desgraciadas que a las personas nos toca vivir a lo largo de la vida y en las que, en un momento u otro, una pequeña o gran luz se nos enciende en nuestra conciencia y apelamos a Dios, no necesariamente al Dios de la Biblia, a un dios cualquiera, de aquellos que cada cual tiene, sin saber muy bien buscando qué, sin saber muy bien buscando a quién.

En esos momentos sólo sabemos de nuestro malestar, de nuestras dudas y de nuestra necesidad de desahogo, pero poco más.

Al Dios de la Biblia, a nuestro Dios, sin embargo, la gente acude a menudo en términos del todo oposicionistas como intentando descargar en él todo lo que nos frustra y nos desalienta. Durante el resto del tiempo es para nosotros un Dios ausente al que ni siquiera merece la pena tener en cuenta. Pero cuando las cosas nos van mal, no es infrecuente que nos acordemos de Él y no en los mejores términos posibles.

Efectivamente, a Dios demasiadas veces se le llama de “tú” porque se le necesita, pero antes de llegar a ese estadio suelen preceder otros en los que se le recrimina su aparente ausencia, se le cuestiona su simple presencia, por supuesto su esencia misma como supuesto ser todopoderoso y se le insta a que, si efectivamente existe y es quien dice ser, se haga manifiesto de forma clara, es decir, la nuestra la que nosotros entendemos como la adecuada. Le recriminamos en esos casos, llamándole de tú, como si de un igual se tratara, que no haga nada por esas criaturas a las que supuestamente tanto ama.

“Si existieras –le decimos- no consentirías el mal en el mundo, no permitirías que la gente sufriera, que los inocentes murieran.” En ese llamarle de “tú” no se percibe a menudo el respeto y el temor que le debemos como criaturas menores, claramente insignificantes en comparación con un Dios creador y soberano que no se mantiene al margen porque no pueda intervenir, sino porque permite que, tal como nosotros mismos hemos decidido, nuestra vida discurra, al menos hasta cierto punto, lejos de Su intervención. Pero como seres incoherentes e inconformistas que somos, esta opción no nos gusta. Preferimos siempre una mucha más elástica, aunque bastante más injusta, por la cual convertimos a Dios en un muñeco al que manejamos a nuestro antojo. Cuando no queremos que esté cerca, le desterramos. Cuando no interviene debido a una respuesta afirmativa a nuestra propia petición, le criticamos por mantenerse al margen. Y en ese proceso, cómo no, la culpa y la responsabilidad nunca es nuestra. Siempre es de Dios, que a estas alturas de la existencia “no sabe cómo ha de actuar”. Nosotros, qué duda cabe, en nuestra opinión somos mucho más sabios que Dios.

Dios, sin embargo, no es hombre para que se deje atrapar en nuestros juegos e intrigas.A Dios no se le puede manipular a nuestro antojo. Él no puede ser burlado en ninguna forma (Gálatas 6:7) y nuestras estrategias habituales, las que nos sirven en tantos otros casos cuando queremos que otros hagan lo que nosotros nos parece más oportuno, no funcionan con Él. Al fin y al cabo, llamarle de “tú” en estos casos es también una estrategia de manipulación, aunque a algunos pueda no parecérselo. Es justo lo que nuestros hijos hacen con nosotros cuando quieren conseguir algo. Tiene que ver con esa cercanía casi, casi teatral de la que nos servimos tantas veces para conseguir por las buenas lo que no hemos podido conseguir por las malas, con la pequeña gran diferencia de que Dios no se presta a esos juegos, al contrario que nosotros.

Dios quiere una cercanía con nosotros, pero no se agrada en que le llamemos de “tú” en estos términos. La relación cercana que permite que dos personas con una relación asimétrica puedan llamarse de tú ha de partir del más profundo respeto y no ha de perder de vista nunca que, si puede llamarle de “tú” es porque el otro se lo permite.Es una cuestión de gracia, un regalo inmerecido, pero nunca un derecho que hayamos ganado por méritos propios.

La Bibliaestá repleta de momentos en que las personas, los grandes hombres y mujeres de Dios, incluso, en algún momento se han dirigido a Él en estos términos dudosos. Su propio pueblo, que supuestamente era quien mejor conocía Su carácter y esencia, dedica años y años a permanecer en una espiral en la que, aun estando en el corazón de Dios como pueblo Suyo, le rechazan una y otra vez para elegir sus propios caminos, deciden vivir una existencia al margen de alguien que pueda estar dictándoles de qué manera deban vivir. Dios, en su total sabiduría, les deja hacer, tal y como hace con nosotros tantas veces y lo inevitable ocurre: las consecuencias a nuestra conducta y camino se hacen palpables, visibles, sufribles y nos revolvemos, en primera instancia exigiendo explicaciones. Veamos, si no, qué sucede en el relato del libro de Jueces una y otra vez, cuando los israelitas no cesan en su empeño de hacerse más listos que el propio Dios que les sacó de Egipto e intentan forzar la mano de Dios persistentemente.

Lejos de pedirnos explicaciones a nosotros mismos por las cosas que nos acontecen, preferimos siempre la figura del chivo expiatorio, de alguien sobre quien podamos volcar nuestras frustraciones y que, a ser posible, permanezca callado y sin rechistar. Eso pensamos nosotros tantas veces que hará Dios, ingenuos de nosotros. Creemos que Él simplemente aguantará el chaparrón que le echamos encima y ya está. “Un Dios que no habla -nos decimos- es un Dios muerto al fin y al cabo”.

Y no nos damos cuenta de que Dios ha hablado, habló en su momento y sigue hablando hoy, aunque tampoco nos gusten las vías por las que esa comunicación se produce. Lo esencial, claro, es que nosotros llevemos la sartén por el mango. Nosotros queremos decidir cómo, cuándo y por qué vías Dios tiene que comunicarse con nosotros. Verdaderamente no conocemos a Dios, qué duda cabe. Si realmente hubiera en nosotros temor al dirigirnos a Su persona no lo haríamos de igual a igual y mucho menos le pediríamos explicaciones como recriminando lo que a nuestro alrededor sucede y de lo que, tantas y tantas veces, nosotros mismos somos absolutamente responsables. Y como contraposición ahí está siempre la figura de Dios, que a pesar del dolor que siente ante la realidad del desprecio de Sus criaturas sigue estando presente en sus vidas, lo cual no es nada despreciable. Aún es el tiempo aceptable y aún está Dios disponible para aquellos que se le acercan.

Cuando nos plantamos ante Dios como de igual a igual para pedirle explicaciones descubrimos, tal como hizo Job, que no se puede contender con el Altísimo, con el Omnipotente (Job 38-40:2), que más bien hemos de callar, dejar de preguntar o interrogar a Dios para empezar a escuchar lo que Él tiene que decirnos. Y en cuanto eso empieza a suceder, rápidamente las cosas cambian.

Dios ha tenido que aguantar a lo largo de la Historia una y otra vez cómo el hombre ha decidido darle la espalda, rechazarle, humillarle, usar Su nombre únicamente como herramienta para la burla, el escarnio y la descalificación. Y Él, pacientemente y como ya ocurriera en las horas previas a la crucifixión, permanece callado, “como cordero que es llevado al matadero”, no abriendo Su boca a pesar de Su aflicción y angustia (Isaías 53:7). Posteriormente, llega el momento de la manipulación, de la provocación, de intentar tratar a Dios como un igual, tal y como se dio en la propia cruz, en que Jesús mismo había de soportar la tentación hasta el último momento de rendirse al “consejo” e indicación de uno de los ladrones que le reclamaba que se salvara a Sí mismo y a ellos. ¡Qué coste hubiera tenido para nosotros entrar al juego de esa manipulación! Pero no lo hizo, como no lo hace cuando intentamos forzarle a hacer aquello que no es Su voluntad, sino la nuestra, la que nos parece aceptable aunque diste mucho de ir en la línea de lo que Él ha establecido.

Cuando ante la adversidad nos dirigimos a Dios, podemos vernos en muy diferentes tesituras entonces: la del reproche, la del interrogatorio, la de la manipulación, incluso llamándole de ”tú”, porque le necesitemos… pero hay otra bien diferente, no sólo en forma, sino en consecuencias. La dificultad es siempre una oportunidad para acercarse a Dios. Es en nuestra flaqueza donde Su gracia y fortaleza se hacen más visibles, donde somos más capaces de vislumbrar cuál es nuestra verdadera posición respecto al Dios Omnipotente. Y esto nunca es una cuestión menor. Es, de hecho, el principio del mayor milagro posible, aún en nuestros días, aún en medio de toda la adversidad y el dolor que nuestro mundo sufre. Posicionarnos de manera realista ante el Dios Omnipotente, en una actitud humillada y contrita reconociendo quién es Él y quiénes somos nosotros, sin intimidaciones, reproches y mucho menos manipulaciones, nos proporciona el estatus perfecto para el arrepentimiento y la petición de perdón de la que nuestra eternidad depende.

De ahí podremos optar finalmente a llamar de “tú” a Dios, pero no porque le necesitemos de forma interesada y queramos conseguir algo de Él, sino porque le hayamos conocido personalmente y queramos permanecer en la sombra de Sus alas por el resto de la eternidad.
 

 


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