Dejo reposar la taza de té bajo la luz austral que se precipita por la ventana.
Una luz que se derrama sobre la superficie ocre de la taza, y hace parecer que el líquido no se acabará nunca. Bebemos junto a la chimenea como marineros encerrados en tierra firme: jersey de punto, fórmula noruega, sorbo despacio y despistado, miradas sin mirar por la ventana.
Pasamos el día hablando de cosas sin consistencia, de las peculiaridades del clima, de mi viaje, hablo mucho de mí, como hace bastante que no lo hago con alguien. Hablamos de la isla, de sus dos pequeñas ciudades, del aislamiento, de la incomunicación que a veces es deseada, y que al obtenerse puede llegar a abrumar. Hablamos de las pequeñas dificultades técnicas que habré de superar para embarcar en el ferry que me llevará a Nueva Zelanda. Llueve, hablamos de la lluvia. Escampa, y seguimos hablando de esa lluvia fina, que cae como un manto, pero con mayor lentitud que en el resto del mundo. Toda la conversación transcurre a ráfagas como el viento del oeste, y a ratos cae en una especie de vigilia, a ratos en la lucidez, y muchos espacios de escucha de los pensamientos propios.
En uno de esos momentos de letargo, dejo la taza sobre un tablero de ajedrez sin fichas. Miro a mi interlocutor fijamente.
—¿Quién le ha encargado cuidar de mi?
—No puedo decírselo… ya lo sabe.
—Al menos podría informarme de la ruta que conoce…
Se pone en pie, estira las piernas y pasea por la habitación, austera pero equipada con todo lo necesario para sentirse cómodo, pase lo que pase fuera. Incluso hay sitio para algún capricho que otro, y para apilar libros.
Tengo la sensación de que parte del calor de la estancia procede en realidad de esas pilas irregulares, donde domina el color vino (aunque no me acerco a mirar los títulos). Pero luego la impresión cambia cuando veo el globo terráqueo que mi anfitrión ha sacado de alguna parte. El calor procede de esa bola, de la fricción cuando la echa a girar, desliza el dedo por la base, aprieta, el mundo se detiene, y aplasta Isla Desolación, fundiendo los glaciares que nos rodean, aumentando el nivel del mar que hunde el estrecho de Magallanes (debido también en parte a la presión ejercida sobre la isla)… hasta que el propietario de la casa retira el dedo, y todo regresa a la húmeda pero habitable normalidad.
Sigo el curso de su índice por el pacífico, navegando a una velocidad imposible y trazando el largo recorrido en barco que me espera mañana.
—Habrá una breve escala en esta isla de aquí… y finalmente el barco llegará al sur… eso es… aquí.
Retira el globo terráqueo antes de que pueda mirarlo y sentirme aterrorizado por todo lo abarcado en mi viaje. Descubro que no me importa tanto a dónde me dirijo como tener la capacidad de mirar atrás.
—Gracias por aclararlo.
—No hay de qué.
—¿Qué hace en esta isla?
—A eso sí que puedo responder. Acompáñeme.
Coge una maleta de cuero y me señala al perchero. Nos embutimos en dos abrigos muy pesados. Una vez en el exterior, pienso que es verdaderamente un milagro que ahí pueda despuntar la vida por sí sola, sin ayuda ni artificio. Para sentir apropiadamente el frío, hay que pasar un tiempo a salvo de sus efectos.
Vamos a un cobertizo oculto en la parte trasera de la casa, en el lado más cercano al lago, pero estable a pesar de haber sido edificado por una persona de la nada. Dentro del cobertizo relampaguean varios monitores en los que unas ondas verdes recuerdan a las pantallas de algunos barcos.
Mi anfitrión se acerca a una radio y activa una palanca. Un ruido monocorde y prolongado va llenando el cobertizo, que huele a acumulación de plásticos.
—¿Aquí trabaja?
—Escuche…
Y se sitúa el índice frente a la oreja, poniendo cara de extrema concentración. Cierra los ojos.
—Ya va a sonar, escuche.
Está claro que él sabe distinguir algo en ese ruido radiofónico, y que yo soy incapaz de diferenciar ese algo del agua golpeando en los cristales y la chapa metálica superior del tejado.
Suena súbitamente una cañería, o lo que yo creo que es una cañería hasta que veo las líneas de los monitores acompañando el sonido con una extraña danza de ondas. Presto atención, mudo. Él me mira con la complacencia de un profesor que ha impartido una valiosa lección. Cuando cesa, soy consciente de que estoy respirando con lentitud, y noto latidos en las sienes.
—¿Qué le parece?... un momento, ahí viene otra vez.
Otro canto similar al anterior, pero introduciendo algunas pausas, se eleva con mayor fuerza, sabiendo que lo estamos oyendo. Suena a llamada de lo profundo del océano. Al final del canto se impone una nota aguda.
—Son increíbles… nunca me caso de escucharlas…
Pronto yo también cierro los ojos y me inclino sobre la mesa donde está el equipo y la bolsa que él ha soltado. El escritorio no tiene la misma estabilidad que el resto del cobertizo, así que dejo de apoyarme.
Este canto, más largo que los dos anteriores puestos juntos, suena como si contuviera otros cantos más en su interior, solapados y reunidos. La profundidad gutural del canto paraliza, y está relacionada con algún tipo de sentimiento atávico que vive en el hombre y sólo despunta cuando éste se acerca a un acantilado. La ballena se toma un respiro y ahí apagamos la radio para dejar que cante en su intimidad.
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