Estas prohibían la lectura de todos los libros alemanes escritos acerca de temas sacros en los últimos veinte años; se prohibía componer e interpretar música sagrada en el idioma vulgar; se prohibía también las reuniones que versaran sobre cualquier tema religioso y las relaciones con cualquiera que hubiera sido acusado de “herejía”.
Además de estas restrictivas leyes, se animaba a los ciudadanos a denunciar y delatar a cualquiera que pudiera ser sospechoso de opiniones o creencias no “ortodoxas”.Ni a los sabios o entendidos estaba permitida la interpretación de las Sagradas Escrituras ni su enseñanza, ya que únicamente la “Iglesia” podía ejercer este ministerio.
Francisco, en Julio de 1543, una vez terminados los procesos y las ejecuciones enseña su traducción del Nuevo Testamento a varias personas de posición y prestigio en el mundo de las letras.
A todos les parece su causa y su trabajo dignos de admiración y apoyo. Después, nuestro protagonista, presenta su libro a los teólogos de la universidad, que sin mucho interés se excusan para no dar su opinión, con el pretexto de no conocer bien la lengua castellana y muestran a Francisco sus dudas sobre el aprovechamiento que podían hacer de tal obra los españoles.
Para estos teólogos la lectura de la Biblia en la lengua popular era la causa de todos los males que asolaban a la República Cristiana.
Pero algunos españoles de notable erudición apoyaron el proyecto, animaron a Enzinas y se ofrecieron como protectores y promotores de la edición.
La impresión del libro tenía que realizarse en Amberes, ya que en dicha ciudad existían varios maestros impresores que editaban todo tipo de libros evangélicos y que gustosamente se meterían en tan apetitosa aventura.
Una vez en la ciudad de los canales todo el deseo de Francisco era sacar a la luz lo antes posible el Nuevo Testamento en castellano. Algunas de las personas con las que discute el asunto le aconsejan que dedique su obra al Emperador, ya que si este apoyaba la publicación, nadie podría impedir su difusión y lectura. Pero Francisco no lo veía claro, ya que sabía que junto al Rey había varios consejeros reacios a la fe reformada y a la lectura de la Biblia.
El impresor con el que contacta Francisco se compromete a realizar el trabajo y a asumir las responsabilidades que este pudiera ocasionarle, pero los gastos corrieron a cargo de nuestro protagonista, ya que todo el asunto era muy personal para él.
Al final dedicó el libro a la Iglesia, incluyó su nombre y decidió presentarlo al Emperador en cuanto este volviera de su estancia en Francia.
Todos sus desvelos no habían hecho sino empezar. Mientras el libro se imprimía algunas personas más leyeron el texto. Entre ellos un monje que puso objeciones al título que Enzinas había pensado: “Nuevo Testamento, esto es, Nueva Alianza de nuestro redentor y único salvador Jesucristo”. El motivo de este título tan largo era explicar el nombre “Nuevo Testamento”, ya que según dice Enzinas, la ignorancia de los españoles hacia la Biblia podía llevar a confusión. El monje objetaba al título la parte que decía “Alianza” por considerar esta palabra luterana.
Poco tiempo después un teólogo opinó a su vez que poner en el título “único salvador” también podía llevar a confusión con las enseñanzas de Lutero, por lo que debido a la insistencia de sus familiares y amigos, nuestro protagonista decide acortar el nombre con tal de que el libro saliera impreso.
Una vez terminada la edición, Enzinas prohíbe la venta de ningún libro antes de que personalmente se lo presentara al Emperadorque en ese momento se encontraba en Bruselas. Allí se dirigió el burgalés con la ingenua intención de que su Rey aprobara el trabajo que le había mantenido ocupado los últimos años.
Continuará
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