Lago Yelcho
Los Lagos, Chile
5 de febrero
Tienen un sabor amargo aunque son muy nutritivos, especialmente los piñones. El acto se convierte así en una excusa perfecta para establecer una absurda y ligera reflexión acerca de la amargura de la vida y el triunfo de la constancia y soportar esa amargura.
Pero yo sólo tengo hambre, y el sabor amargo está ahí. Logro disfrutar de ese sabor, dejar que el terciopelo sobre la lengua permanezca, que se dilate un tiempo más, igual que la estrechez de un río que se precipita sobre una laguna.
Aprendo del sabor. Y caigo en el error antes mencionado de aplicar a toda experiencia una apariencia de utilidad para el camino diario. Quizá debería decir “aprehendo el sabor”. Mis papilas gustativas despiertan. El cuerpo redescubre a la piel curtida… mejor aún: la piel ardiente a pesar del viento flemático, que no quiere suavizar el impacto del frío en estabilidad, de ese agente que entumece las articulaciones.
Me entretengo en las cosas pequeñas, en los detalles. Ahí está lo exótico. Tanto lo visto hasta ahora, tanto por ver aún, y yo en las hormigas del camino, tratando de acercarme a su punto de vista, donde todo aún es más inabarcable, donde uno se preguntaría de nuevo si la tierra es redonda, si no es cierto que somos el centro del universo. El frío más que encoger empequeñece. Ante el frío, la sensación de peligro se desvanece, se hace niebla, una niebla que llega hasta las tripas, el lugar desde donde escribo esto.
Aquíel sol sale cuando quiere, dijo el último ser vivo con el que me crucé. Parte de su luz parte la oscuridad, y una púrpura mancha como de acuarela se va extendiendo por todas partes, incluso parece que el suelo alcanza esa tonalidad. Bebo agua del lago como un huemul, con el cuello tenso
y tratando de prestar atención, pero no tengo muy desarrollado el instinto de protección y pronto distingo que alguien está bebiendo a mi lado. A mi izquierda veo una especie de cachorro de leopardo, o como un gato atigrado que ha parado de beber y me mira fijamente. Me giro en busca de la madre. Vuelvo a mirar al felino y me lo encuentro olisqueando mis rodillas. Bosteza antes de mirarme a los ojos y veo unos incisivos realmente afilados y blancos. Temblando, saco unos piñones que guardaba en el bolsillo y se los enseño. Los huele y empuja con el hocico. Con la pata
me quita un par de ellos y los tira al suelo. Los sigue ol
iendo, como si nunca los hubiera visto (y es probable que nunca los haya probado). Se rasca, niega con la cabeza (eso parece su gesto) y se echa. Luego ya no se despega de mi lado en todo el día, y cuando vuelvo a sentarme a comer piñones se aleja, no sin antes comprobar lo que voy a comer. Me encantaría darle algo de comer, pero no sé cazar. Se lo explico, y sus enormes ojos verdes parecen comprenderlo.
6 de febrero
De noche noto un peso sobre la espalda. Sin mirar sé que se trata del cachorro. Noto cómo su cuerpo se hincha y se encoge, casi noto su caída en un sueño profundo. El frío hace que seres distintos tengan que renunciar a sus manías para encontrar abrigo. De cuando en cuando, en las pausas de mi sueño interrumpido (acostumbra a serlo desde hace semanas) veo en la penumbra los dos reflejos del animal, atento a mis movimientos.
Cuando despierto, el felino ya no está. Bostezo como lo haría él. Imito su modo de rascarme el cuello. Me despedazo. Hace mucho que las cenizas que tengo delante no proporcionan calor, y sin embargo el calor del cachorro aún mantiene su tacto indómito en mi espalda. A los pies tengo una paloma muerta, con las marcas de los incisivos en el cuello. Una muerte limpia y rápida, sin sangre apenas, clínica. Un trabajo profesional que el bicho me ha ofrecido.
Preparo el fuego. Desplumo la paloma. Aso su carne blanca. Me entristece esa poca carne colgando de unos palos. Dejo que se tueste. Cruje. Los árboles que tengo detrás crujen.
Entonces, mientras miro la carne quemada del ave, algo hace click en mi cabeza y me doy cuenta de que debo volver a la civilización. Acompañando a esta idea, veo el enorme puente levadizo al otro lado del lago. Siempre estuvo allí, pero yo no lo sabía, aunque esperaba su existencia. Es como si todo el tiempo hubiera tenido una capa de neblina delante que negase mi capacidad de orientación. El frío es propicio para la neblina.
***
Por enésima vez la incapacidad de echar a andar sin más se presenta. La tentación de pensar que estoy completamente solo está presente a cada paso, y al paso siguiente esta tentación desaparece.
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