Paro junto al lago para descansar.
Tres días de camino sobre la siete, carretera austral abierta a duras penas entre árboles perennes de variados tonos de esplendor también variado, raspado el silencio con el sonido de la moto sobre las piedrecillas, que es como probar a andar sobre un suelo de palomitas de maíz.
De hecho, estoy obligado a descansar, porque la moto ha dicho basta, primero carraspeando y negándose a arrancar, y luego soltando una vaharada de humo que en parte creo haber provocado al rociar agua sobre el motor. O su final debía acontecer junto al lago, y movido por el rencor hacia la muerte de las sociedades más civilizadas yo me había negado a tener que dejar atrás ese amasijo de hierro oxidado con fragmentos de gomaespuma que ya podía ser una obra de arte para exponer en una galería de Buenos Aires o de Nueva York; eso de haber tenido a mano una cámara de fotos.
Me encuentro paciendo en las afueras del amplio lago, donde no puede bañarse nadie, ni ahora debido al frío inmenso, ni en verano debido a su viscosidad. El limo tienta tus pasos hasta que te atrapa por las rodillas y necesitas ayuda para salir. No es peligroso, pero sí muy molesto.
En las primeras semanas de mi peregrinaje soñaba. O recordaba lo soñado, para ser exactos. Recordaba mis sueños todo el tiempo. Recordaba para aclimatarme a la nueva situación, tratando de hallar el equilibrio entre el descanso y la alerta, y evitar sumergirme demasiado en el letargo del cuerpo pero ganando reposo a la vez. Recordaba para ser más capaz de huir. Recordaba porque era entretenido, y los seres humanos necesitamos entretenernos hasta cuando viajamos.
Recordaba porque me parece mejor caer en el recuerdo sin querer que desconfiar en el olvido. Porque recordar te exime del sentimiento de culpabilidad, aunque no de la culpa misma. Recordar requiere una fuerza adicional, un esfuerzo; olvidar es algo que simplemente sucede. Pero al final el recuerdo permanece cuando hemos peleado con él, como con el fango del lago. Hay que aprender a recordar.
Recordaba los sueños para que el camino se allanase. O no era más que niebla a los lados del camino, para no desviar mi atención.
Desde hace meses, no recuerdo prácticamente nada. Y la imaginación tan viva del despertar se ha mermado. Igual que las estaciones, el recuerdo y el olvido han intercambiado sus características y sus pareceres. Por ejemplo, mucho antes de salir de Newport hacia Nedham soñaba con la idea de ser un explorador de esos que visten chaqueta de cuero y solapas levantadas y desgastadas a modo de abrigo. No he conseguido aún esa chaqueta.
Hacia el sur, la muerte se detiene. El frío me alcanza sin remedio. Y todo lo demás parece suspenderse: la línea del horizonte perfecta detrás de mí, la carretera preparada para ser redescubierta por un nuevo forajido, con los fragantes árboles apostados en la eternidad y en los márgenes serenos del camino.
Un decorado difícil de falsear, por el que uno se siente raro, como discurriendo por un paisaje que tratase de imitar al visto cientos de veces, pero del que guardamos por instinto de certeza la impresión de que el panorama nos subyuga, tira de nosotros con el fin de que nos quedemos vagando en sus dominios para siempre.
Ya sea aquí junto al lago en latitudes bajas, o en elevadas altitudes como en las cimas de la mole inmensa que existe delante y amenaza con echarse a andar al menor descuido, uno es sacado por fuerza del esquema conocido de sus cinco sentidos y corre el peligro de atraparse en una dulce reclusión, de extasiarse en ángulo recto con el suelo, mientras se observa el agua esmeralda del lago y se espera con paciencia cansina a que aparezca el puntual pescador procedente del río Futaleufú, con ojos y botas enfangados y enrojecidos por el sol blanco, portando un salmón en la popa de la barca, o llevando al pez en brazos. Ambos, pescador y observador, al verse sorprendidos por un semejante, bajan la cabeza avergonzados, o asienten recíprocamente, tímidos y reconociendo haber deseado en efecto sentirse seres únicos en un planeta vacío que parece la tierra pero no es la tierra. Compartiendo la humedad y el frío entre los dos cuerpos cambiantes, cada uno cargando con su propia historia, llevando un matiz de sombra en el semblante, bajo la frente en las líneas de carbón que algunos llamamos cejas; el rostro de cada mortal cumpliendo la misma función principal del lago: temblar frente al Ventisquero. El gigante derrama caudales y regurgita materia líquida de un hermoso color celeste contemplativo.
Y yo sigo desenredando los significados y las consecuencias del frío; pero ahora debo acampar porque hace sueño, y debo encontrar el camino hacia el recuerdo.
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