No sé cuántos de mis colegas de profesión tienen la misma sensación que yo ante este tipo de sentencias, pero les puedo asegurar que cuando algo así me ocurre a mí, francamente, me tiemblan las piernas y las pocas o muchas expectativas de un pronóstico favorable se me vienen, en cierto sentido, abajo, por razones obvias que paso a explicar.
Lo que a tantos les parece un planteamiento la mar de lógico (que parafraseado es algo así como “Me parece muy bien todo lo que usted me está contando, ¿sabe? Pero es que mi problema es el otro y mientras el otro no cambie, aquí no hay nada que hacer”), en el fondo, responde a todo menos a la lógica terapéutica de plantear un cambio. Porque si, en el mejor de las casos, ambas partes implicadas estuvieran de acuerdo en que el cambio es necesario, pero por otro lado ninguno está dispuesto a moverse hasta que el otro lo haga, sentémonos y armémonos de paciencia, señores, porque esto será cuestión de mucho rato.
Es más,
tengamos por seguro que en tales circunstancias el cambio nunca llegará. Nadie romperá el hielo, nadie dará su brazo a torcer, nadie, en definitiva, hará gala de la grandeza, la valentía y la generosidad que ha de venir acompañando a todo buen cambio que se precie. Y en esos casos, cuando nadie quiere claudicar de su propia situación en la que se parapeta como “lógica”, lo único que nos queda a los terapeutas es hacerles llegar la consideración de que, o bien el cambio al que se aspira no les resulta, en el fondo, un objetivo tan importante, o su incapacidad para “mojarse” en primer lugar les incapacita para abordar la terapia con unas mínimas garantías de éxito. Así de duro, pero así de cierto.
A las personas no nos gusta cambiar en líneas generales. Sólo nos gusta el cambio cuando lo tenemos controlado, cuando no nos genera incertidumbre, cuando sentimos que las riendas las llevamos nosotros. Pero ese es un cambio, por decirlo de alguna manera, “con trampas”. Es un cambio que escogemos nosotros, que es bien distinto de aquel que viene impuesto, dado por las circunstancias y al que hay que amoldarse porque sí, porque si no, la nueva situación nos devora sin piedad. Y en esos cambios no somos tan duchos ni estamos tan abiertos a cambiar la monotonía o la rutina por una búsqueda a marchas forzadas de nuevas formas de afrontamiento y equilibrio.
La primera cuestión que nos cuesta del cambio es que hemos de asumir que somos nosotros y no otros los protagonistas de la historia. Por muy tentador que sea, pocas veces podemos “echarle el muerto a otro” para que cargue con una responsabilidad que es solamente nuestra. Hay cosas que, efectivamente, sólo podemos hacer nosotros y esto, reconozcámoslo, nos da una pereza tremenda, además de mucho, mucho miedo. Principalmente a equivocarnos, pero también a sentirnos humillados, machacados, vendidos, traicionados… por eso, si pudiéramos escoger o elegir, preferiríamos que fuera otro quien asumiera las riendas del cambio, que arriesgara en primera línea de batalla para ser nosotros quienes, en la retaguardia, pero ya con muchas más garantías, rematáramos la “faena”. Pero así, queridos, no funcionan las cosas en el mundo real.
Todo movimiento de ficha implica un riesgo, un coste potencial que hemos de asumir como inversión en aras de un beneficio mayor. Y de no tener esto en cuenta, diremos, con la boca bien llena, que “nosotros no moveremos un dedo hasta que el otro haya demostrado sobradamente que ese movimiento nuestro merece la pena”. En tal situación, no les quepa duda, nunca habrá avance, porque el otro está esperando de nosotros justamente la misma cosa y ambas, por cierto, no son compatibles en el tiempo luego, o alguien rompe el hielo y arriesga, o aquí no hay nada que hacer.
Cualquier cambio terapéutico que implica a otros empieza, sí o sí, por uno mismo. Porque la realidad es que, aunque nos pese, nosotros no tenemos control sobre la conducta del otro. Si tuviéramos esa varita mágica que, con un simple movimiento, diera lugar a que el otro erradicara aquello que nos molesta y nos inflama, todo sería más fácil seguramente. Pero dedicar tiempo a revolcarnos en “los mundos de Yupi” sólo nos hace retrasar lo inevitable: ese momento en el que habremos de ponernos manos a la obra para hacer lo que la situación nos requiere.
Sobre nuestro comportamiento sí podemos hacer cambios, aunque a menudo no queremos, nos da pereza. Podemos decidir actuar de formas diferentes de las empleadas hasta el momento y, con ello, generar un cambio indirecto sobre los demás y las situaciones que nos rodean, que por el hecho de ser producido en diferido no es menos relevante o eficaz. Quien es consciente de que su vida, su entorno, necesita un cambio, predica con el ejemplo poniéndose manos a la obra en primer lugar y pone a disposición de la nueva situación sus mejores recursos, aunque sabe que conlleva un riesgo.
En pareja o en familia el riesgo es obvio: ¿qué pasa si yo me implico y el otro no? Para muchos la respuesta está ligada a un único concepto aunque expresado por muchas y diferentes vías: la pérdida. “Si yo hago cambios y el otro no, él gana y yo pierdo.” ¡Error! Si yo hago cambios y el otro no los aprovecha en positivo, es el otro el que pierde, no yo que lo estoy haciendo bien. ¡Cómo nos cuesta hacer este planteamiento! ¡Cuándo nos puede la sensación de ser nosotros los que perdemos! Esto puede recibir denominaciones como “humillación”, “haber claudicado”, “haberse rendido”, haber hecho el “tonto”, y tantas otras… pero recordaba meditando en esto el texto bíblico en el que se habla del efecto de “amontonar ascuas sobre la cabeza” de aquel que no hace las cosas como ha de hacerlas al hacerlas nosotros bien (
Proverbios 25:22 y Romanos 12:20).
Al final, esta cuestión es, como tantas otras, un asunto de conciencia. Tiene que ver con la necesidad y la satisfacción de haber hecho todo lo que estaba en nuestra mano para resolver la situación, al margen de lo que otros hagan al respecto. Implica, como ya decíamos, valentía, arrojo y generosidad, pero merece sin duda la pena ponerlo en marcha. Estas iniciativas nunca restan, siempre suman, en primera y tercera persona.
Como cristiana, no podía resistir que mi pensamiento me llevara a lo más revolucionario del Evangelio: que un Dios Santo, Todopoderoso, el Bueno y Justo por excelencia, tuviera a bien acercarse a nosotros, pecadores e inmundos, dando el todo por el todo, a sabiendas de lo que traería sobre Él y particularmente sobre Su Hijo Jesucristo, muerto en la cruz por los pecados de todos nosotros, tanto de los que creemos como de los que no creen. El riesgo: total. Jesús ha recibido probablemente las mayores dosis de burla, incomprensión, violencia, desprecio y castigo que cualquier ser humano puede soportar. Las sigue recibiendo aún a día de hoy en que tantos y tantos a lo largo de generaciones siguen sin comprender el precioso y único “primer paso” que tuvo que dar para que a nosotros sólo nos quedara aceptarlo. Porque no ha de olvidársenos jamás que quien se acercó a nosotros fue Él y no al revés. Eso le honra por encima de todo y es en Jesús mismo y Su sacrificio perfecto en quien el Padre encuentra mayor complacencia.
Si dependiera de nosotros, de nuestro primer paso, de nuestra capacidad para ser generosos, humildes y claudicar de nuestro orgullo, ¿dónde estaríamos? ¿Podemos imaginarnos nuestra desgracia? Porque si bien las personas no estamos acostumbradas a que otro dé el primer paso por nosotros, ésta es la realidad del evangelio: que Él se entregó en rescate por muchos y sólo quien se reconoce pecador y falto de recursos para llegar a Dios alcanza misericordia. La humildad y el reconocimiento de pecado engrandece a la persona por la obra de Cristo hecha a su favor. La convierte en acepta ante los ojos de Dios. Lo demás, simplemente no vale.
En la vida real, ese cambio en diferido a través del propio cambio se da porque el otro ve reducida a cenizas su hipótesis de que la otra parte no quiere hacer nada por mejorar la situación. Y es la realidad del cambio en primera persona, la de haber estado dispuestos a arriesgarse aunque el otro no lo merezca, la que abre los ojos a una situación distinta en la que las posibilidades de avance son reales.
¿Será eso mismo lo que sucederá en nosotros ante la obra preciosa de quien, antes de que muriéramos nosotros eternamente y sin remisión, decidió entregarse a sí mismo sin importarle lo que costara ese sacrificio?
Yo te busqué, Señor, mas descubrí
que tu impulsabas mi alma en ese afán;
que no era yo quien te encontraba a ti.
Tú me encontraste a mí.
Tu mano fuerte se extendió y así,
tomado de ella, sobre el mar crucé;
Mas no era tanto que me asiera a ti.
Tú me alcanzaste a mí.
Te hallé y seguí, Señor, mi amor te di,
mas solo fue en respuesta a tanto amor;
pues desde siempre mi alma estaba en ti,
siempre me amaste así.
(Himno evangélico)
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