Los estudiosos atávicos de la llamada “historia natural” que confeccionaban inacabables herbarios, adornaban las paredes de sus hogares con bellas colecciones de mariposas o se dedicaban a disecar aves exóticas, se colocaron asépticos uniformes blancos y, desde sus modernos laboratorios, empezaron a conmocionar al mundo, hurgando en las mismísimas entrañas de la vida.
La biología ya no fue nunca más lo que era.
De los inofensivos estudios de la naturaleza de antaño se pasó a la moderna ciencia de la vida, cargada de retos, promesas, tentaciones y también problemas éticos.
Uno de los primeros tumores malignos que se desarrolló en el corazón de la biología, en la misma ciencia de la genética, fue sin duda el de la eugenesia. Literalmente la palabra significa “buen origen”, “buena herencia”, “de buena raza” o “buen linaje” y su creación se debe al inglés
Francis Galton en el año 1883. Sin embargo, él la definió como “la ciencia que trata de todos los influjos que mejoran las cualidades innatas de una raza; por tanto, de aquellas que desarrollan las cualidades de forma más ventajosa” (López, E.,
Ética y vida, San Pablo, Madrid, 1997: 113).
En esta definición se observan ya algunos de los gérmenes venenosos que emponzoñarían posteriormente todo el pensamiento eugenésico. Es decir, la idea de que se trataba de una verdadera ciencia, el concepto asumido de raza que llevaría fácilmente al de racismo y la creencia en las ventajas o desventajas provocadas por los influjos o “genes buenos” y “genes malos”.
DEFINICIÓN DE EUGENESIA
La eugenesia nació a finales del siglo XIX con la pretensión de ser una ciencia aplicada.
El estudio teórico de los factores que pudieran elevar o disminuir las cualidades raciales, tanto físicas como intelectuales, de las futuras generaciones, se fue convirtiendo poco a poco en una serie de acciones prácticas concretas.
Su cometido final era conservar y mejorar el patrimonio genético de la humanidad.
Este programa teórico-práctico poseía
un doble aspecto: negativo y positivo.
La llamada
eugenesia negativa pretendía eliminar directamente aquellas características genéticas no deseables para la especie humana. Con el fin de lograr esta exclusión de rasgos no queridos se proponían medidas tendentes a evitar la descendencia “defectuosa”, tales como prohibir los matrimonios que presentaran riesgo genético o impedir los embarazos en aquellas parejas genéticamente incompatibles. Si la concepción ya había tenido lugar, se proponía el aborto eugenésico o la muerte del recién nacido.
Las medidas coercitivas estaban a la orden del día y venían respaldadas por la opinión mayoritaria del estamento científico. Se trataba de restricciones que, según se decía, había que imponer a ciertos matrimonios por el bien común de la humanidad. Las esterilizaciones de algunos ciudadanos debían ser también obligatorias. A no ser que prefirieran, aquellos que presentaban taras importantes, permanecer siempre recluidos en centros adecuados, con el fin de evitar que pudieran reproducirse.
La eugenesia positiva, por su parte, intentaba difundir al máximo el número de genes y genotipos considerados como deseables, facilitando ciertos matrimonios y otorgando premios a las familias genéticamente seleccionadas que más se reprodujeran. Se organizaron concursos y festivales, que más bien parecían auténticas ferias de ganado.
Desde luego, siempre fue más difícil llevar a la práctica la eugenesia positiva que la negativa, ya que las costumbres humanas no se adecúan fácilmente a tales prácticas.
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