Si pudiéramos estar seguros de que todos estos cuerpos
han de levantarse de repente,
de que todos han de comenzar a repetir con inmensidad
su canto,
de que todas esas reidoras muchachas han de incidir una
vez más en su pasado
y abrirán sus ojos a la misma realidad nueva,
al mismo encanto, la vida, al mismo ensueño, en una noche
cualquiera o con luna
o con estas mismas estrellas, con este mismo aire que aún
espera ser respirado,
un grito que apenas sería suficiente para contener el llanto,
apenas habría esclusas para la unánime corriente,
arena para el unísono fuego.
Y sin embargo así será:
un día volveremos a vernos; a mirarnos atentos, igual
que si a todos nos hubiese tocado en suerte un idéntico instante.
Ahí estarán las desiguales voces con las cuales hemos intentado,
perennemente llenos de inutilidad suma, decir lo que nos pasa.
Un buen día todas las puertas se abrirán a una corriente durante siglos contenida;
un buen día no habrá más pájaros, sino nosotros en los pájaros,
ni flores, sino nuestros olfatos en las flores,
no más rumor ni música, sino el efecto de los sonidos en nosotros:
eso que no puede morir, eso que alumbra
en nosotros sembrado para germinar quién sabe dónde.
Es frecuente creer que aquello que transcurre resta (igual a disminuye),
y el error suele estar en la acepción con que tomamos la palabra.
Queda todo y no hay forma de hacer desaparecer lo posible.
Una vigilia no puede ser igual a un presentimiento;
una cosa, a una figuración cualquiera.
Habrá mármoles, pero para las piedras hay hálitos;
habrá tierra, pero para la tierra hay estiércoles que la fecundan,
árboles que la hacen crecer sobre ella misma.
No os podéis figurar, comprendo que no es fácil, que
un dedo sea suficiente para que la primavera se desencadene,
y estallen las medulas, abriendo paso alo que creímos pasado sin defecto.
Mas así es: la ficción consiste en la desesperanza;
el error, en el tedio.
Una mirada permanece de par en par abierta siempre al curso,
y la sospecha de la muerte no nos mata:
es como una gran caja, como un gran almacén
donde la sorpresa cunde y vive y se dilata e hinche los
límites en que nos ha tocado urdir toda esta trama.
Pensad también en una mañana cualquiera, preferentemente de verano:
el mar nos hace ser más ágiles
vivir con más intensa dicha.
Se reanudan los cuerpos para el sol, para el abrazo.
Y un gran ojo, nunca impertérrito, hace volar los actos;
miles de estrellas no visibles acusan el golpe de lo que somos,
de aquello en que nos desarrollamos.
Por más que permanezcamos escondidos, encerrados en
la más encubridora sombra,
hay algo que se abre paso sobre los techos,
algo que asciende como un invertido rayo que sobre Dios descarga.
Y la presencia se resume en un límite del cielo;
por alguna ignorada escotilla se nos escapa la vida a un aljibe alto,
a un sitio desde donde sólo le resta esperar con infinita paciencia.
No es un vuelo, es un precipitarse
a un claro océano cuya existencia quedaremos, por algún tiempo, ignorando.
El botón que se pierde no se pierde,
se esconde bajo algún pliegue oculto
se acuesta sobre una superficie.
Y Tú estás y nos cuentas, conoces nuestros nombres,
sabes cuanto hay que saber sobre nosotros,
nos miras desde lejos ya vivos, definitivamente vivos,
muertos definitivamente,
enteros ante Ti, como acabados utensilios aptos para la luz o el fuego.
Y sólo ante Ti somos, sólo ante Ti crecemos y llegamos
al límite que nos tienes propuesto.
Un toque falta nada más. Un ímpetu, como el creado para crearnos,
para que nos alcemos del solivianto último;
sólo que digas el ensalmo,
la palabra exacta con que el candado ha de abrirse.
Sólo que digas: ¡Calla! Y del llanto en que nacimos un perenne eco resonará.
Sólo que digas: ¡Muere! Y viviremos
Alfonso Canales (poeta malagueño fallecido en noviembre de 2010)
Poemas Mayores (1956-1983)
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