Del resto se encargó la educación sobreprotectora. Pasó, de golpe y porrazo, de la tutela paterna a gestionar plenamente su vida en un entorno complicado.
Hacía muy poco tiempo su existencia había experimentado el vuelco grande y definitivo. Había aprendido con rapidez principios sólidos e incuestionables que sus líderes le habían enseñado. Pese a ser un adolescente, y hasta precisamente por eso, los asumió con tanto entusiasmo como ausencia de análisis crítico.
Estaba dispuesto a dar razón de su fe y vivir siempre bajo aquellos principios, costara lo que costara. Nadie se lo dijo pero estaba convencido de que, quienes le impulsaban a comportarse así apelando al único Dios verdadero, estarían tan implicados como él en el testimonio de su fe.
Lo seleccionaron para participar con una compañía de honores en una ceremonia militar y religiosa con la obligación de arrodillarse ante la imagen de la patrona de infantería. Decidió no implicarse en lo que contrariaba su fe pero sin negarse a intervenir en el acto militar, y así lo informó a sus superiores.
En su ingenuidad le sorprendieron las presiones de los mandos. Que si arrodillarse es sólo un acto externo y tú puedes creer lo que quieras, que si vas a arruinar tu vida por una simpleza, que si vas a ser juzgado por rebelión (ya se veía en una prisión militar y hasta hacía planes para aprovechar el tiempo allí). Ningún argumento le hizo cambiar de opinión. Sus jefes le exigieron acreditar que su fe la respaldaba alguien y que no era sólo un capricho de inmadurez.
Pidió a sus líderes una carta firmada, no tanto de apoyo, sino de identificación para cumplir con la demanda del cuartel. La repuesta deambuló de los derechos individuales a los colectivos pasando por el fuero de los españoles y otros vericuetos, pero nadie firmó la carta. Tan sólo obtuvo después de mucho porfiar un sello de caucho estampado en una especie de agenda a la que llamaban vademécum. No se sintió decepcionado porque pensó que actuaban como correspondía a su responsabilidad.
Alguien ajeno a la cuestión, y cuando ya no veía salida posible, le dio un teléfono donde podría tener ayuda. Le respondió la voz desconocida de un hombre a quien nunca llegaría a conocer en persona. Telefoneaba casi cada noche pidiendo disculpas por interrumpir, tal vez, la cena. La respuesta siempre fue la misma «no te preocupes, llama siempre que sea necesario».
En cada llamada aliviaba las tensiones acumuladas durante el día por las presiones recibidas, informaba de cómo habían ido las cosas y recibía instrucciones para el día siguiente «Pide hablar con el capitán», «Habla con el comandante… con el teniente-coronel… con el coronel». Cuanto mayor era la graduación que escuchaba más se asustaba, y decía: «¿Hasta dónde?». Nunca variaba la respuesta «Hasta Franco, si hace falta. La ley te ampara». Mientras la instrucción diaria continuaba y se acercaba demasiado rápido la fecha del acto público.
Cuando el conflicto llegó al coronel del regimiento, previa consulta a no se sabe qué estamento militar, ordenó que se le eximiera de aquel acto sin ninguna consecuencia disciplinaria. No se libró, sin embargo, de la humillación pública ni de los insultos, amenazas y reproches ante toda la tropa, pero eso le pareció leve en comparación con lo que ya tenía asumido que se le venía encima.
Cuando pasó el tiempo entendió que en todas partes hay cobardes que animan a otros pero no están dispuestos a dar la cara. Aprendió que Dios había cumplido la promesa “no te dejaré ni te desampararé”. Se dio cuenta que el buen samaritano tenía nombre y apellidos:
José Cardona Gregori.
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