Una secretaria que yo tenía entonces en Tánger, Lola Gumersindo, me regaló en 1958 un ejemplar en versión francesa de la novela EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO, de Jerome David Salinger. Fuera que por entonces me enfrasqué en la lectura del gordo tomo EL SER Y LA NADA, de Juan Pablo Sartre, publicado en francés por “Librarie Gallinard”, o porque la historia que Salinger contaba no me impactó, el hecho verídico es que dejé el relato en la página 20. No volví a retomar la fábula. Hasta ahora.
A Salinger se lo llevaron de este mundo el pasado 27 de enero. Había cumplido 91 años. Con motivo de su muerte, prensa diaria y revistas especializadas han recordado la vida y la fama de un hombre que ponía el punto de felicidad en no dejarse ver.
Cuentan que a Salinger se le rompió el tarro de la paciencia y harto de editores, promotores, críticos, lectores, medios de comunicación y demás fauna relacionada con la literatura, optó por instalarse en un pueblo de Vermont, Cornish, en los Estados Unidos de Barac Obama, y dedicarse a buscar setas, a jugar al golf, a cartearse con quien le apetecía y no permitir que nadie se inmiscuyera en la vida que había elegido.
J.D. Salinger nació en Nueva York el 1 de enero de 1919, el mismo día que Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fundaron en Alemania el partido comunista.
El padre era judío y la madre protestante. Estudió en una academia militar, en las Universidades de Nueva York y Columbia. Entre 1942 y 1946 participó en la segunda guerra mundial.
De vuelta a la vida civil, inició una exitosa carrera literaria. Publicó relatos, algunas novelas cortas, artículos que se disputaron importantes medios escritos, entre ellos el prestigioso THE NEW YORKER, la revista de la élite intelectual.
En 1951 aparece la primera edición en inglés de EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO. El éxito es fulminante. En poco tiempo se venden varios millones de ejemplares en diferentes idiomas.
A partir de entonces Salinger se convirtió en un eremita. Jamás concedió una entrevista. Exigió que eliminaran su foto de las sucesivas ediciones del libro. Continuó escribiendo, según contó una vez, pero sin publicar nada. Abandonó Nueva York y se instaló en un aquel pueblo de Vermont. Vivía integrado en la comunidad. Iba en bicicleta. Cenaba en restaurantes. Le daban igual las críticas que le llegaban. “Ya no hay escritores de verdad –solía decir- sólo charlatanes y patanes que venden libros”.
Se pagaron grandes cantidades de dinero para llegar hasta Salinger y descubrir a qué dedicaba realmente la vida. Nada se consiguió. Una hija suya, Margaret, contó por un puñado de dólares algunas intimidades del célebre escritor. Dijo que en ocasiones desvariaba. Que era adicto a la filosofía Zen y a la Iglesia de la cienciología, que tenía inclinaciones sadomasoquistas. Rumores. Abejorreos de insectos.
Ahora he retomado la lectura de EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO. La he leído de principio a fin en cuatro ratos. Me ha gustado, pero no me ha enloquecido. En esa misma línea prefiero el libro de Glendon Swarthout DONDE SE REUNEN LOS MUCHACHOS. El largo párrafo del joven Basil sobre lo bueno y lo malo de la juventud de postguerra me parece uno de los más certeros y profundos análisis que existen en la literatura actual en torno a este tema.
Con todo, Holden Caulfield, el personaje de Salinger que ha entusiasmado a varias generaciones de jóvenes, llega a emocionar. Con 17 años lo tiene todo, unos padres ricos, colegios caros, es atractivo, no tiene problemas con las chicas, es un niño bien. Pero en su adolescencia empieza a entender que el mundo en el que había sido educado no es real. Se siente defraudado de sus padres, sus profesores, cuestiona el mundo de los adultos y el de los compañeros que no son como él; se encierra en sí mismo para defenderse de un mundo exterior que no le comprende. Idolatra a su hermana pequeña y recuerda con lágrimas al hermano muerto, cuando tenía tres años menos que él.
He de admitirlo: Holden Caulfield cautiva, enternece, dan ganas de recogerlo en un permanente abrazo de ternura. Sartre se equivocaba. Los demás no son el infierno, son el único paraíso posible aquí.
Pero independientemente del personaje, la novela de Salinger no me parece tan perfecta. Hay ideas reiterativas en los capítulos 15 y 16. Encuentro en ellas algunas historias de relleno, concebidas para aumentar páginas. El encuentro en el tren con la madre de un conocido suyo me parece muy forzado. Tampoco es habitual que en una ciudad tan grande como Nueva York, con más de trescientos clubs nocturnos, encuentre a una joven que fue amiga de su hermano mayor. El episodio del ascensorista y la prostituta en un hotel barato de la gran ciudad es creíble en su primera parte, pero no en lo que sigue. Que un chico al cuidado del ascensor penetre en la habitación de un cliente para robarle y amenazarle, exponiéndose a una denuncia y a perder el empleo, no es del todo razonable.
En cambio, fascina el discurso del señor Antolini en el capítulo 24 de la novela y sus reflexiones sobre la caída hacia la que se va precipitando el joven Holden. “Esta caída a la que te diriges –le dice- es de un tipo muy especial, terrible. Al que cae no se le permite ni oír ni sentir que ha llegado al fondo. Sólo sigue cayendo y cayendo. Es el tipo de caída destinada a los hombres que en algún momento de su vida buscaron en su entorno algo que éste no podía proporcionarles. O que creyeron que su entorno no podía proporcionárselo. Así que dejaron de buscar. Abandonaron la búsqueda antes de iniciarla siquiera”.
Gloria a Salinger por esta estupenda novela y larga vida en el lugar donde se encuentre.
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