Poesía, generación del 36, y Dios

Personaje emblemático de aquella Generación fue Miguel Hernández. Hubo otros generales de la poesía: Luis Rosales, Leopoldo Panero, Carmen Conde, Guillermo Díaz Plaja, etcétera.

Nunca he aceptado la idea de que Miguel Hernández fue un poeta ateo. Anticlerical, puede, por las circunstancias que rodearon su vida desde el nacimiento. Quienes mantienen el ateísmo del autor de PERITO EN LUNA deberían leer y meditar cuidadosamente el libro del madrileño Nicolás de la Carrera EL DIOS DE MIGUEL HERNÁNDEZ, publicado en 1955 por la editorial Verbo Divino. Según este autor, “las razones que llevaron a Miguel a abandonar la Iglesia acaso sean las mismas que torturan hoy a multitud de creyentes que también se van, o se quedan, pero tristes, malheridos, desvitalizados”.

En el poema SONREIDME, de 1935, Miguel Hernández da la razón a su biógrafo. Dice:

Me libré de los templos;
sonreídme,
donde me consumía con tristeza
de lámpara
encerrado en el poco aire
de los sagrarios.

Se libró de los templos, pero no se libró de Dios. Machado dijo de Miguel Hernández que buscaba a Dios entre la niebla. Leopoldo de Luis escribe un párrafo que arroja luz en la niebla: “La poesía de guerra y de posguerra de Miguel Hernández puede verse a la luz de la dialéctica marxista de la lucha de clases, pero sus sentimientos hondos de justicia social coinciden igualmente con las bienaventuranzas según San Lucas o San Mateo”.

En ECLIPSE CELESTIAL el poeta sugiere que hasta los ciegos pueden ver a Dios a través de la fe:

Una nube, redondo y puro obstáculo
para mirarte, encuentro:
sin errores de gallos,
eclipse de los cielos.
Tu luz en una umbría de blancura:
los que ven, no te vemos:
¡mucho mejor!, a oscuras
-¡la fe!- te ven los ciegos.

Y en el conocido EL SILBO DEL DALE coloca a Dios como brújula de su destino:

Dale, Dios, a mi alma,
Hasta perfeccionarla.

Por su parte, la cartaginense Carmen Conde, premio Internacional Simón Bolivar, descubre con voces admirables y sinceras la grandeza del amor divino:

Tengo tu amor entre mis hombros,
una carga de amor sufriente
que abrasar aspira, lo sabes.
¡Oh qué hoguera en tus montes soberbios
la que enciende mi lumbre arrebatada
por Ti y por tu voz!
Acércate sin arcángeles,
no adelantes presencia a mis ojos,
ven contigo sólo. Visítame.
Tu gran cuerpo incandescente y fúlgido
llameará conmigo sobre tus bosques libres,
incorporándome a Ti.

	Artículos anteriores de esta serie:
	1		José Mª Pemán me acercó a Dios
	2		1898 y 1927: dos generaciones y Dios
	3		La generación del 98 y Dios
	4		La generación del 27 y Dios