Qué nos dejó Salvador

Muy pronto me explicó su encuentro con Dios, como se lo contaba a todo el mundo.

La cosa fue que Dios le salió al encuentro cuando él no podía ni encontrarse a si mismo. Su situación era desesperada y estaba dispuesto a quitarse la vida. Al explicarlo precisaba con insistencia el lugar en que ocurrió todo. Dios le dijo algo así como «¿A dónde vas? Vuelve a tu casa y lucha por tu familia que la tienes hecha una calamidad». Al regresar era un nuevo hombre y su vida había cambiado para siempre.

Hablaba con frecuencia de su enfermedad y de lo duro que era la paralización del brazo y la pierna. A la vez estaba contento porque el Señor le había guardado de consecuencias peores y por haber recuperado la movilidad aunque fue en parte y con mucho esfuerzo.

El vaso de vino de las comidas que, por fin el médico le había autorizado, le sabía a auténtica gloria. Me gustaba escucharle porque todo aquello era una especie de milagro impregnado de realismo cotidiano.

Su tercer tema de conversación era la oración con dedicación diaria. Su tiempo devocional. Su oración privada, a oscuras y de rodillas. Su repaso sistemático ante Dios de todas las personas próximas y de todas las necesidades conocidas.

Le oí orar con vehemencia en la iglesia, fervoroso, convencido y entusiasmado. Me dicen que era un tanto repetitivo ¡y qué! Eso no elimina nada de lo anterior.

No fue un cristiano de cartón piedra como tantos abundan en la actualidad, tenía sus defectos ¡claro, quién no! pero Dios había transformado su vida y eso es lo que de verdad vale. Era un buen hombre pecador.

Nos dejó vacío y dolor pero a la vez esperanza y la certeza de que nos volveremos a ver en la eternidad. Nos quedamos con su sencillez que no simpleza, con su autenticidad, con su naturalidad y hasta con su anonimato.