Que por nosotros no quede

Dejad que los niños no se alejen de mí (III)

Nos preguntábamos en el primer artículo de esta serie acerca de si nuestros niños van con gusto a las reuniones de la iglesia y apuntábamos lo que, a la luz de la Biblia, entendemos que es la práctica correcta en el seno de la familia. En la segunda entrega considerábamos algunas costumbres que pueden entorpecer la transmisión de nuestra fe, tanto en el ámbito familiar como en el eclesial, y algunos aspectos que pueden darse y que son contradictorios con esta fe que los adultos decimos profesar.

La importancia del tema que nos traemos entre manos radica en que la iglesia no es una asociación más, un club o agrupación como cualquier otro, sino el cuerpo de Cristo, el Hijo del único Dios vivo y verdadero, que ha provisto la única manera de ser salvos, por el perdón de nuestros pecados, y de disfrutar la vida eterna. No es cualquier cosa. No hay nada parecido en el mundo en cuanto a trascendencia real. Por eso, cuando nuestros hijos no quieren acompañarnos a los cultos y a las otras actividades de la iglesia, se pierden una oportunidad de bendiciones que sería larga de enumerar. Sabemos que la iglesia no es la única manera de encontrar a Dios, pues más bien es Él quien busca a cada persona, y puede hacerlo a través de su Palabra o de cualquier otro modo, pero es el plan que diseñó para su pueblo y, aunque a veces nosotros lo estropeamos con nuestras debilidades y flaquezas, es el mejor plan.

Muchas de la iglesias, preocupadas por sus jóvenes y sus niños, aguzan el oído y se esfuerzan por saber qué demandan éstos de la institución, asumiendo que muchas cuestiones no son dogmas sino costumbres, tradiciones, y que pueden adaptarse para que las personas se sientan más a gusto entre los hermanos. En este sentido, se permite mucha más participación en innumerables ámbitos, se renuevan los cánticos y se trabaja en la calidad de la música, se ofrece variedad de predicadores y temas prácticos y actuales, se preparan actividades atractivas. Y decimos: muy bien, esto debe hacerse así. Pero cuidemos que el envoltorio no despiste del contenido importante: el Señor.

Algunos padres han expresado que se sienten poco preparados para guiar una meditación bíblica en casa. Eso tiene remedio: formarse en las Escrituras y, mientras, usar, por ejemplo, las meditaciones diarias que ofrecen tantas editoriales y que incluyen la lectura de una porción bíblica y su comentario. Y si son niños pequeños, podemos ayudarnos de libros ilustrados. Hay mucho material que, si tenemos interés, podemos utilizar para llevar a cabo esta labor fundamental.

¿Y en la iglesia? Con los niños, los mejores. Los que estén más preparados, los más profesionales. Es justo el criterio contrario al de, si no se sabe dónde poner a trabajar a alguien con buena disposición, que vaya a hacerlo en la escuela dominical. Ahora bien: puestos a escoger, y aún teniendo en mente esta premisa de con los niños los mejores, escojamos a los más entregados al Señor, a los que destaquen por su fidelidad, por su amor a las cosas del Reino y su servicio a los demás. Éstos imprimirán en nuestros hijos una huella hermosa, semejante a la que dejaría Jesús, porque se parecen a Él.

Tenemos poco tiempo. La niñez se pasa en un suspiro. ¿O no? Cuántas veces, al ver a nuestras hijas, nuestros hijos tan mayores, nos preguntamos qué ha pasado con aquellos bebés tan frágiles que un día tomamos con manos inseguras. Ya no están. Y el tiempo de su infancia, si nos descuidamos, tampoco. Así que, debemos instruir a nuestros niños, como nos manda el Señor en su Palabra, estando en casa, o en el camino, al acostarnos y al levantarnos. Y decoraremos nuestro hogar con cuadros, pósters y obras de arte con los textos sagrados y, puestos a llevar pulseras… pues lo dicho: aprovechemos.

Hay veces, sin embargo, que nuestros pequeños usan ese don tan maravilloso que Dios nos ha regalado a los humanos: la libertad. Su libertad. Y eligen alejarse de Cristo, aun cuando los padres han sido fieles a su Señor en la enseñanza y el ejemplo que han dado a sus hijos.

Frente a estas situaciones, nuestra confianza en el Padre celestial debe ser firme, y no debemos desmayar en nuestra oración, pues la Palabra del Señor no vuelve vacía y, si hemos instruido al niño, en su vejez veremos que no se aparta del camino.

¿Es fácil decir esto? Por supuesto, son sólo palabras. La paciencia que se requiere, o el dolor y la desesperación que se experimenta al ver a un hijo descarriado no puede comprenderse si no se ha vivido en propia carne. Ahora bien, muchos somos testigos de hombres y mujeres que volvieron al Señor en su madurez, porque resonaban en sus corazones las palabras escuchadas en una historia de la escuela dominical o una predicación, o en un cántico de fe y consuelo, o por el ejemplo de la vida de alguien de la iglesia, o por el recuerdo del fervor de los propios padres cuando oraban. Lo hemos visto y, por la misericordia de Dios, lo seguiremos viendo. Porque, no nos equivoquemos: el Señor Jesús ama mucho más que nosotros mismos a nuestros hijos; pero muchísimo más. Tanto es así, que entregó su vida por ellos. Así que los tenemos encomendados en las manos más tiernas y el corazón más amante, el del Salvador.

En todo caso, que no quede por lo que no hemos hecho o dicho y debía haberse llevado a cabo; o al revés. El Señor ve nuestro corazón, si es sincero o no, y Él, que viene a suplir ahí donde nosotros no alcanzamos, ¿no nos ayudará con nuestros niños?

Que el Señor bendiga a su pueblo.

	Artículos anteriores de esta serie:
	1		Instruye al niño…
	2		Mensajes sin palabras