Dejad que los niños no se alejen de mí (I)Queridos amigos y amigas, hoy traigo para vuestra consideración un tema relacionado de nuevo con nuestros vástagos. ¿Puedo preguntaros si ellos van a gusto a la iglesia o, por el contrario, tenéis que valeros de mil y un ardides para convencerles, seducirles, obligarles y, finalmente, llevarles? Quizá incluso, al tener una cierta edad –trece, catorce años, alguno más- han dejado de asistir con vosotros a las reuniones.
¿Por dónde comenzar a abordar esta cuestión? Siempre será mejor hacerlo por el principio, es decir, poniendo nuestros ojos en la palabra de Dios para valorar si el asunto merece nuestra atención, y si debemos preocuparnos o no al respecto, no vaya a ser que perdamos el tiempo en cosas sin relevancia alguna.
El mismo Señor Jesús habló de los niños y con tales palabras que no hay posibilidad de duda acerca de su importancia:
cualquiera que recibe a un niño como éste, a mí me recibe, decía;
no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños, lo cual indica que los niños pueden salvarse o no;
cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello y se le arrojase al mar. Caramba, el tema debe ser serio, entonces.
Ya en el
Antiguo Testamento -por si alguno pensara que la solicitud por los niños es relativamente moderna o algo que introdujo Jesús y que no tiene nada que ver con el Dios de la Biblia- se especifica en numerosas ocasiones que el Señor considera que los niños son su pueblo, mencionándolos expresamente junto con los hombres, las mujeres y los extranjeros, no fuera a ser que algún espabilado quisiera excluir a otros de las bendiciones que estaban preparadas.
Y quien tiene la tarea inexcusable de instruir a los niños, en primera instancia, de forma intencionada y deliberada, son los padres.
Si esta labor no se lleva a cabo, alguien la realizará en nuestro lugar: la escuela, los amigos, las series de televisión, las letras de las canciones, los juegos de internet, la publicidad.
El ´instruye´ de Proverbios 22:6 no es opcional, es un verbo en imperativo, es decir, un mandamiento. No dice:
si tienes tiempo, o
si te va bien y te apetece; tampoco dice:
si el niño tiene ganas o
si tu hijo tiene tiempo… No. Dice: instruye.
Y hacerlo va a requerir, como ya hemos indicado, intencionalidad y, además, esfuerzo. Esto puede resultar algo complicado de llevar a cabo debido al ritmo de vida atropellado que llevamos. Así que una se pregunta: ¿es posible cumplir con esta
simple instrucción de nuestro Dios en nuestros días? Posible o no, es necesario.
El Señor tenía un propósito cuando mandaba enseñar a los hijos. Ved cómo queda recogido en el
salmo 78, del 5 al 8:
Él estableció testimonio en Jacob, y puso ley en Israel, la cual mandó a nuestros padres que la notificasen a sus hijos; y los que se levantarán lo cuenten a sus hijos, a fin de que pongan en Dios su confianza, y no se olviden de las obras de Dios; que guarden sus mandamientos, y no sean como sus padres, generación contumaz y rebelde; generación que no dispuso su corazón, ni fue fiel para con Dios su espíritu.
Me viene a la mente lo que muchos de nosotros pedimos a Dios cuando nace nuestro bebé: Señor, que llegue a ser hijo tuyo, que llegue a ser hija tuya. Ésa es nuestra oración. No decimos: que sea el mejor peluquero de la ciudad; que sea la mejor presentadora de informativos del país; que sea un médico reconocido en todo el mundo… Que sea hijo tuyo, rogamos.
Y como buenos padres hacemos provisión para sus necesidades físicas y emocionales, les facilitamos habilidades sociales y les llevamos a la escuela. Y, por si acaso, les apuntamos a
inglés (¿a dónde van a ir sin dominar este idioma?),
informática (para que tengan por la mano este recurso),
deporte (¡cómo no!, para aquello de
mens sana in corpore sano), refuerzo de cualquier asignatura que se precise,
música (la más evangélica de todas las artes)…
Y a mí se me ocurre que quizá nuestra oración fue por un lado y nuestra aportación a nuestros hijos puede que vaya por otro. ¿Para qué los estamos preparando?
¿Dónde queda el tiempo para acercarse al Señor? Porque mucho pasa por la administración de nuestras horas y por escoger, de lo bueno, lo mejor; que en este caso sería lo que tiene valor eterno. He oído afirmar que el
culto familiar es impracticable hoy en día (como el
sermón del monte, que se ve que tampoco es para nosotros -¡qué soberbia!). Bien, no sé si llamarle
culto familiar, o
momento de acercarnos a Dios, o
la hora de la Biblia en casa. Pero si no hacemos nada por que nuestros hijos conozcan de manera pormenorizada quién es nuestro Salvador, es muy posible que acaben sin ver atractivo alguno a reunirse en la iglesia. Porque se trata de eso: de que le conozcan y entiendan, les fascine, le amen y les haga temer. Que es el Dios creador de todas las cosas, el único Dios vivo y verdadero, que nos ha amado de manera incomprensible.
¿Recordáis el texto de Deuteronomio 6? Es impresionante. Allí está la clave de lo que estamos tratando… y que retomaremos, Dios mediante, en la siguiente entrega.
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