Alguien llamó a la puerta y María salió a abrir con su niño en los brazos.
No podía creer lo que veía. Delante de si tenía a su parienta —algunos dicen que era su prima, aunque había sido para ella como una auténtica madre— Elisabet con Zacarías su marido y, cogido de la mano para evitar que se les escapara, un niño de algo más de un año que sin duda era Juan, el hijo de ambos. La sorpresa se convirtió en alegría, la alegría en risas, y las risas en besos y abrazos. Los invitó a entrar mientras pedía disculpas por el deplorable estado de la casa.
Ya en el interior y todavía con su escaso equipaje en la mano Elisabet explicó que se habían enterado de su regreso de Egipto —“¡cómo vuelan las noticias!”, dijo— y que estaban seguros de que no se les ocurriría ir por Judea mientras reinara allí Arquelao el hijo del sanguinario Herodes el Grande. No podían aguantar más tiempo sin saber de ellos directamente y por esa razón habían venido a visitarles. María, por su parte, les agradeció la visita y se comprometió a acondicionar su habitación antes de que anocheciera. Zacarías y Elisabet ya la habían utilizado en otras ocasiones, era pequeña pero silenciosa y muy confortable.
Zacarías, a la vista de que ellas tenían muchas cosas que contarse y no menos ganas de hablar, se marchó sin decir palabra y fue a la carpintería en busca de José. Casi no repararon en su ausencia y siguieron con su conversación, mientras se dedicaban a las tareas a la vez que vigilaban a Jesús y Juan en todos sus movimientos:
—Tú siéntate y descansa —mandó María— debes estar agotada.
—No es tanto el viaje —respondió Elisabet— pero este niño acaba con las energías de cualquiera.
—Ya se le nota —respondió María— que es bastante revoltoso.
Juan las miraba callado desde su rincón como dando a entender que sabía que estaban hablando de él.
—¿Se porta bien? —preguntó María como si intuyera la respuesta—.
—Aquí donde lo ves —dijo Elisabet— bajo esos ojos inocentes y esa mata de pelo rizado que me lleva se esconde todo un carácter. Es muy alegre y movido, tienes que estar pendiente de él constantemente. Y cuando se enfada por lo que sea no veas el genio que tiene. Duerme bien pero me da muchos problemas para comer. No se porta mal, sólo hace las cosas propias de su edad. El problema es que yo ya tengo edad para ser abuela y no para estar bregando con un elemento así día y noche. Tanto tiempo deseando ser madre y soportando la humillación de no tener hijos para que ahora, cuando lo tengo, me falten las fuerzas para criarlo y disfrutarlo como quisiera.
—No te quejes —la interrumpió María— el Señor puso fin a tu pena y ahora te dará las fuerzas para sacarlo adelante.
—En eso te doy la razón, desde el día en que el ángel se apareció a Zacarías hemos tenido una vida la mar de estimulante. Para nosotros se acabó la monotonía y, por lo que se ve, va para largo…
¿Te imaginas la cara que pondría Zacarías cuando viera al ángel? Con lo serio que es él y lo que se concentra en su trabajo. Con lo poco que le gustan las sorpresas. Ya sabes cómo se pone cuando se le interrumpe. Vaya apuro pasaría al salir del templo y encontrarse con tanta gente allí esperando sin poder decir ni palabra.
—No te rías. Cómo se nota que tú no te has visto en una situación parecida.
—No si no me río, simplemente que, conociéndole, me hago a la idea de cómo sería la escena.
—Yo viví algo parecido y puedo comprender el susto que se llevó. Estaba yo tan tranquila. Aquí, sentada, en esta misma habitación. De repente, sin previo aviso y sin hacer ruido se presenta el ángel Gabriel y me dice aquello de
´¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres´ y yo a punto de darme un pasmo.
—No será para tanto.
—¡Que ¿no?! Menos mal que él se dio cuenta y enseguida me tranquilizó. Me dijo que no tuviera miedo y ´
has hallado gracia delante de Dios´. Yo automáticamente me acordé de que Noé halló gracia delante de Dios y se libró de la destrucción total y pensé en que todos los que hallaron gracia delante de Dios siempre recibieron bien. Eso me tranquilizó bastante.
Después siguió hablando, aun recuerdo sus palabras como si fuera ahora ´
Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús´. ¿Quién yo? —pensé— pero si no he tenido relaciones sexuales, ni las pienso tener hasta que no me case con José. Por lo visto se lo expresé con palabras porque me dijo ´
El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo niño que nacerá será llamado Hijo de Dios´ ¡Te imaginas, yo embarazada, por el Espíritu Santo, y madre del Hijo de Dios! Ahí lo tienes parece tan normal que nadie diría lo que realmente es.
Elisabet la miraba como si escuchara esta historia por primera vez y todavía no hubiera sido capaz de asimilarla. Hasta los niños habían dejado de hacer ruido y parecía que se habían contagiado de su emoción al recordar lo ocurrido.
—Es verdad —respondió Elisabet con un hilo de voz— nosotras sabemos lo que van a ser nuestros hijos. A muchas madres les gustaría conocer anticipadamente lo que serán sus hijos de mayores y no lo saben. Nosotras estamos informadas desde antes de que nacieran.
—Bueno, eso no sé si es bueno o es malo —contestó María— tiene sus ventajas pero también muchos inconvenientes.
—Pues yo estoy muy contenta de saber que mi hijo ´
será grande delante de Dios´ —Zacarías me dijo que se lo había comentado el ángel— y que ´
hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos´ y que preparará el camino del Señor y que lo llamarán ´
profeta del Altísimo´.
—¿Te has parado a pensar en todo lo que tendrá que sufrir tu hijo para hacer realidad todo eso?
—Visto así… Pero no hay nada que pueda ensombrecer la dicha de que juegue un papel tan importante en los propósitos de Dios.
—Tienes razón. Pero yo no me puedo quitar de la cabeza lo que me dijo Simeón el día de la presentación del niño en el templo ´
y una espada traspasará aún tu propia alma´. Mira, su nombre es muy bonito ´
Emanuel: Dios con nosotros´ pero no nos olvidemos que Jesús es Salvador ´
porque él salvará a su pueblo de sus pecados´ y eso, yo no me quiero engañar, implicará un gran sacrificio. No nos equivoquemos Elisabet, estos niños nos van a hacer muy felices pero también nos van a hacer sufrir mucho. De todas maneras lo importante es que Dios los utilice en sus propósitos eternos.
La conversación se interrumpió cuando se dieron cuenta de que era urgente cambiar los pañales de Jesús que jugaba ajeno por completo a aquella alarma infantil con un trozo de madera que había encontrado junto a la chimenea.
—¿Tuviste muchos problemas cuando José supo que estabas embarazada? —preguntó Elisabet, una vez recuperada la normalidad—.
—Estuvo a punto de abandonarme ¡te imaginas! Pero, por suerte, el Señor se le apareció y le hizo cambiar de opinión. Yo le entiendo. Ya sabes que es un hombre honesto y todo aquello rebasaba con mucho los límites de lo razonable. Después no le costó casi nada formalizar el matrimonio y asumir sin reservas su papel de padre.
—Has tenido mucha suerte con él. Es bueno, honesto, trabajador y cariñoso. Otro no sé qué hubiera hecho en su lugar.
—Siempre ha estado a mi lado y me ha cuidado. El viaje a Belén fue muy duro porque estaba ya al final del embarazo. Ya sabes, muy gorda y con dolor de riñones. Cuando necesitaba estar tranquila en mi casa a la espera del parto, tuve que caminar horas y horas por esos caminos que no se acaban nunca. Parecía como si Belén lo hubieran puesto más lejos y más alto de lo que está realmente. Después el lío del alojamiento. Pasamos muchos nervios hasta que no encontrábamos un establo para poder dar a luz. No me dejó sola ni un momento.
—¿Y después del parto? —preguntó Elisabet casi sin querer interrumpir—.
—Mira yo, después de dar a luz, me dejé llevar por José. Vinieron unos pastores a los que se les habían aparecido un ángel, llegaron muy contentos por el mensaje que habían recibido ´
He aquí os doy nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo: que os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor´. ¡Te imaginas, ese es mi hijo! José estuvo con ellos y los atendió, yo intentaba descansar.
Cuando llegaron los magos siguiendo la estrella que los guiaba desde el oriente y les vi adorar a Jesús y sacar los regalos —oro, incienso y mirra— sentí algo muy especial y difícil de expresar. No lo pude evitar y me puse a llorar. Se estaba cumpliendo todo lo que el ángel me dijo aquel día, aquí mismo, donde estamos tú y yo. ¡¿Cómo podía ser que Dios me bendijera de esta manera siendo yo una persona tan insignificante?!
—Lamento mucho —dijo Elisabet con los ojos llenos de lágrimas—no haber podido estar contigo mientras pasaban todas estas cosas. Me hubiera gustado tanto acompañarte.
—Yo hubiera sido feliz teniéndote a mi lado pero tú estabas donde tenías que estar, cuidando de Juan. Ya sabes lo que pasó después. Herodes el Grande que quería eliminar al niño y para asegurarse ordena matar a todos los menores de dos años en Belén y sus alrededores. Nosotros huyendo y escondiéndonos para circuncidar a Jesús y presentarlo en el templo. Para acabarlo de arreglar el viaje e Egipto. Menos mal que el Señor ha estado con nosotros, nos ha protegido, nos ha llevado y nos ha traído, y hasta hemos podido resistir el gasto extraordinario de todo ello aunque, eso sí, hemos tenido que calcular muy bien en qué gastábamos el dinero. Y aquí estamos, Herodes ya no nos puede hacer daño pero, como tú dices, no vamos a acercarnos por Judea no vaya a ser que Arquelao su hijo tenga las mismas intenciones que su padre, ya se sabe: De tal palo tal astilla.
El tiempo había pasado sin sentir. Los niños se alborotaron al entrar en la casa Zacarías y José, y pedían a su manera que sus padres los cogieran en brazos. José saludó a Elisabet a la vez que cogía a Jesús del suelo y siguieron los cuatro la conversación. Los visitantes se quedaron sólo unos pocos días y regresaron a Judea porque Zacarías tenía que retomar su trabajo en el templo.
Pasó el tiempo, los niños se hicieron hombres y cada uno cumplió todo lo que Dios les tenía preparado. Juan llegó a ser el “Gran Profeta del Altísimo” que preparó el camino a Jesús, el Cristo. Jesús dedicó más de tres años a llevar el mensaje del amor de Dios a todas las personas, y preparó a sus apóstoles y discípulos para que siguieran la labor cuando él ya no estuviera en la tierra. Murió crucificado, unos pensaron que era su derrota definitiva pero lo cierto es que así salvó a su pueblo de sus pecados. Después resucitó y ascendió de nuevo a los cielos, a la presencia de Dios y hoy sigue allí esperando a todos los que creen en él para estar juntos toda la eternidad.
Tanto Juan como Jesús murieron jóvenes —ninguno alcanzó la edad de treinta y cinco años— pero el impacto de sus vidas en la historia del género humano sólo lo podremos conocer en la eternidad. Juan, al que llamaron el Bautista, fue el más grande de los nacidos de mujer. Jesús fue, sigue siendo y será Dios manifestado en carne que dio su vida por amor a todos nosotros.
Si quieres comentar o