Cuatro años después la novela fue publicada en holandés. Luego siguieron traducciones al alemán, al francés, al italiano, al inglés en Inglaterra y Estados Unidos, a otras lenguas universales. En las repúblicas de la América hispana se han publicado multitud de versiones.
El éxito está plenamente justificado.
San Manuel Bueno, mártir, es una novela intensa, densa, emotiva. Para la mayoría de los críticos representa el apogeo de la novelística de Unamuno. Es una obra concisa, construida con rigurosa limitación de recursos estilísticos.
En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno desarrolla una idea clave en toda su literatura: la frontera entre el sacrilegio de fingir en religión lo que no se cree y la bondad que supone mantener la fe y las ilusiones del pueblo por encima de todos los obstáculos del dogma.
Por puro amor a los habitantes de Valverde de Lucerna, San Manuel hacía todo lo posible por aparentar una fe que no tenía. Todos sus actos en el pueblo iban en esa dirección. Ángela recuerda que atendía a los enfermos, ayudaba en las faenas del campo, enseñaba a leer a quienes no sabían, daba su propia ropa a los menesterosos. “Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a éste es a quien más acariciaba...”. “Su acción sobre las gentes era tal, que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al confesionario, se le confesaban”.
Pero
su amor a las almas y su celo extraordinario por ayudar a todos chocaban con su agonía íntima. Don Manuel no creía, había perdido la fe. “Afamado curandero de endemoniados, no creía en el demonio», advierte Ángela. Cuando ésta le pregunta si hay cielo e infierno, don Manuel responde sin convicción alguna: “Sí, hay que creer todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta!”.
En otro momento en que Ángela Carballino, mirándole a los ojos, le pregunta: “¿Y usted celebrando misa ha acabado por creer?, él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas”. Comenta Ángela a renglón seguido: “Así es como le arranqué su secreto”.
Un secreto que don Manuel guardaba celosamente en el fondo del alma. Había perdido la fe en la doctrina de la Iglesia. Pero más que eso, había perdido la fe en el más allá. Cuando en la Iglesia todos rezaban el credo, al llegar a lo de “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable”, la voz de don Manuel se zambullía como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba”. Advertida, Ángela le pregunta a bocajarro: “¿Cree usted en la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del todo? ¿Cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿cree en la otra vida? El pobre santo sollozaba” y decía: “Mira, hija, dejemos eso!”.
En la última comunión general que impartió a los habitantes de Valverde de Lucerna, al darle a Lázaro la ostia consagrada, se le acerca y le dice al oído: “No hay más vida eterna que ésta... que la sueñen eterna, eterna de unos pocos años...”. Agonizante ya, sabiendo que sólo le quedaban instantes de vida, se despide de Lázaro manteniendo su fe en la mortalidad del cuerpo y del espíritu: “Hasta nunca más ver, pues se acaba este sueño de vida”, le dice.
Todos los críticos de San Manuel Bueno, mártir, coinciden en un punto: Unamuno trasladó a esta novela la constante preocupación por el tema de la fe y la inmortalidad del alma, que le embargó a lo largo de toda su vida. Lo confiesa en el prólogo del libro: “Así como él (don Manuel) pienso yo, que tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana”.
En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno desarrolla los temas de dos ensayos suyos, El sentimiento trágico de la vida y La agonía del Cristianismo, donde su “yo” agónico de creyente sucumbe con frecuencia ante su otro «yo» de permanente duda y de incredulidad.
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