Apenas se cumple un mes del desastre en Barajas. Pensaba escribir por un lado sobre lo fácil que resulta olvidar después de la conmoción de los primeros días y el circo mediático de valles de lágrimas y sombras, cuando la filtración de material audiovisual del accidente a la prensa vuelve a traer el debate sobre el uso de este tipo de información.
Ante esta filtración, extraigo dos conclusiones repletas en su interior de preguntas sin respuestas.
DE PRIMER CURSO DE ESA CARRERA LLAMADA SENTIDO COMÚN, tan desprestigiada últimamente: el periodista tiene la obligación moral e inmoral de difundir aquella información que proviene de una fuente oficial y contrastada, salvo contadas excepciones – que suelen relacionarse en la mayoría de los casos con la posibilidad de herir sensibilidades -. Y surgen estas preguntas:
- A pesar de que esa filtración procede de una fuente con acceso al secreto de sumario, y por lo tanto parte de la responsabilidad se atribuye a esa fuente… ¿no es menos cierto que otro deber del periodista es presionar para que la información salga? En fin, es como cuando no paras de recordarle a la gente que tienes alrededor que tu cumpleaños está a la vuelta de la esquina… ¿o se nos ha olvidado el bombardeo de imágenes confusas durante los tres primeros días posteriores al accidente?
- ¿De verdad era necesario, para formarse una opinión, saber más sobre la incertidumbre de los hechos, añadiendo más incertidumbre? Cualquiera puede ir a la web de cualquier periódico nacional y verá que en el material audiovisual filtrado sólo encontrará eso: incertidumbre.
- ¿Por qué se ha permitido que lleguen las imágenes a la opinión pública antes que al juez encargado del caso que, no lo olvidemos, sigue abierto? Efectivamente, el caso sigue abierto, como las llagas de la pérdida, sobre las que ciertos medios amarillentos de “comunicación” no dudan en poner su dedo lleno de infección. La verdad es que ese día tuvimos sensacionalismo hasta hartarnos.
LA UTILIZACIÓN DE ESTOS MOMENTOS DE ANGUSTIA –ahora más inútiles que nunca- parecen obedecer más a un empeño por arrojar culpabilidad sobre alguien –institución política o persona física– que a esclarecer la verdad sobre lo ocurrido en aquellas horas del 20 de agosto. Es lo inmediatamente primero que se suele hacer con cada hecho de este tipo: buscar al culpable. Lo segundo sería añadir culpa a los políticos, sobre todo al presidente del Gobierno.
EL TERRIBLE ACCIDENTE, SIN EMBARGO, TRAE OTRAS REFLEXIONES MÁS IMPORTANTES. Desde este medio se ha dicho ya todo lo que tenía que decirse sobre la ya habitual tendencia de las instituciones a considerarnos a todos (evangélicos incluidos) hijos de la Santa Madre Roma.
En casos como este, no es ni mucho menos la mejor forma de presentar sus respetos a los que acaban de perder una parte sustancial de su vida. Por no hablar ya de la falta de respeto a otras culturas, a otras formas de entender la vida y la muerte, y hasta ese laicismo que se pretende defender desde el Estado. Por lo que a mí respecta, me sumo a esa declaración que dice: “
ni Madrid ni muchas otras cosas, valen una misa”.
Me sigue preocupando el modo que hemos elegido para reaccionar a este accidente. Cuando algo tan terrible e inesperado como esto irrumpe en nuestra anodina libertad, es como si nadie tuviera derecho a obligarnos a dejar de pensar en las cosas cotidianas, y entonces actuamos con esa incredulidad y torpe determinación que suele caracterizar al ser humano: las calles se vuelven de silencio, el peso se eleva sobre nuestros hombros, nos incordian las fotos de los políticos y apagar la televisión y la radio es lo más cercano a un momento de paz; podemos sentirnos afectados y asustados, e incluso más afectados y asustados si nos toca de cerca el saber que alguna víctima “era de los nuestros”… pues a partir de ahora, irremediablemente, todo evangélico se llama Rubén Santana; nos molestan las comisiones de investigación y las culpas ligeras… añadimos incertidumbre a la incertidumbre. La universalidad se refleja en la común vergüenza.
Me he vuelto a tropezar, casi por casualidad, durante esta semana con el libro “Ante el dolor de los demás”, de Susan Sontag, uno de los mejores libros acerca del poder de la imagen en nuestra sociedad que conozco. El libro está centrado en los conflictos bélicos y en la figura del foto-periodista “de guerra”, y hace un genial análisis sobre el impacto de esas imágenes, en su mayoría duras, sobre nuestra amada vida tranquila. Pero había algo en ese libro que puede aplicarse a esta situación: “
El hecho de que no seamos transformados por completo, de podamos apartarnos, volver la página, cambiar de canal, no impugna el valor ético de un asalto de imágenes. No es un defecto que no seamos abrasados, que no suframos lo suficiente, cuando las vemos.”
Esto nos lleva a lo siguiente: “
La frustración de no poder hacer algo relativo a lo que muestran las imágenes quizá puede traducirse en la acusación de que es indecente contemplarlas o de que es indecente el modo en que se difunden”.
Hay una palabra que solemos abandonar al pensar en estos casos: prójimo. En los tiempos que vivimos, el prójimo puede llamarse sencillamente “los demás”. Y en última instancia, pongamos las excusas que pongamos, seamos incapaces o no de hacer algo para que todo cambie, siempre existirá, en esta y otras situaciones, la figura de “los demás”, o aquellos en los que nadie piensa. Quizá así sea más fácil pasar las páginas del periódico, pero empeñándonos en marcar el abismo entre nosotros y “los demás” no dejamos mucho lugar para la esperanza, y menos para esa “esperanza en Cristo” que tratamos de reflejar.
Aún más difícil que las imágenes es ponerse en el lado de los demás. Diría que es hasta imposible hacerlo en su totalidad. Pero bien vale un intento.
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