He hecho una locura (III): el reencuentroSe llama Lorenzo. El mes que viene cumple 45 años y hace dos y medio que mendiga. No tiene familia y duerme en los cajeros, ¿su cama? un trozo de cartón. Hace unos días volví a pasar por el pasillo de la estación. Antes de llegar sentí en mi corazón un "yo estoy contigo" que me llevó a andar con decisión hacia aquel hombre a quien había entregado un evangelio hacía unas semanas.
Estaba en el suelo, como la primera vez que le vi. Me acerqué y le dije: "¿te acuerdas de mí?", seguidamente le imperé: "¡te invito a comer!". Sin titubear comenzó a hacer un esfuerzo por levantar su débil y trillado cuerpo mientras balbuceaba unas simpáticas palabras: "ya empezaba a tener hambre" –dijo-.
Así comenzó nuestro reencuentro en el sótano del metro. Una situación única e incontrolable que requería más fe que diálogos planificados para llevar a cabo el propósito que se iba gestando en mi corazón hacia mi nuevo compañero.
Desde el momento que salimos del metro no pude comenzar a reflexionar en cosas mediante un desdoblamiento de mente entre lo que estaba haciendo en esos momentos y lo que realmente significa como aprendizaje. En casos como éste siempre percibimos al que invita como el ayudador del necesitado. Pero ¿quién es el más necesitado en su labor de parecerse a Jesús, aquél que aún no le conoce o el que ya es su discípulo? Porque
yo no sabía qué era entrar en un bar y ser el centro de atención de toda la sala por la persona que venía conmigo. Tampoco sabía qué era acompañar a alguien a guardar su cartón-cama detrás de un poste de anuncios del metro, el andar junto a alguien con quien nadie quiere ir. Pero a través de estas clases prácticas uno comienza a entender ciertas cosas sobre el carácter de Jesús.
Una vez comiendo, no podía evitar (y he aquí parte de mi miseria) qué me gustaría contar el final feliz de esta historia antes que esperar a los tiempos de Dios, porque uno conoce a su familia y sabe lo necesitada que está de ver vidas cambiadas. Pero el deseo de control del ser humano nunca ha coincidido con la libre soberanía de Dios. Entonces comencé a fijarme en la persona que tenía delante, mientras le veía disfrutar de su manjar, pensaba: "¿Tengo que hablarle claramente de Dios y forzarle una decisión antes que termine su primer plato? ¿Debo preguntarle si ha leído el evangelio que le di? Luego reflexioné lo siguiente:
Si le preguntara acerca de Dios y me respondiera que no quería saber nada de Él ¿seguiría en pie mi intención de conocerle más? Con todas las preguntas que me iban surgiendo sólo una palabra de liberación vino a mi mente: GRACIA. Así que renuncié a comprar su primogenitura por un plato de lentejas y me consolé en el "dad de gracia" que aprendí del Maestro.
Comimos bastante y hablamos menos, pero en las pocas palabras que compartimos él siempre mostró una clara atención a lo que le preguntaba y nunca dejó de responderme con sinceridad. Después de coincidir en el postre con un par de helados de vainilla le pregunté si había comido bien y él me dijo que sí, "hacía mucho tiempo que no comía dos platos" -me dijo-. "Pues yo hace más que no invitaba a comer a alguien de la calle sin conocerle de nada" –le contesté. Me sonrió. Me dio las gracias otra vez por lo que había hecho y yo le expliqué que simplemente hacía aquello que había recibido primero.
Habíamos terminado la comida y después de que el camarero revisara mi tarjeta y DNI varias veces antes de cobrar salimos por donde entramos y nos despedimos con aprecio y agradecimiento mutuo. Ambos aprendimos. Le pregunté si aún conservaba el evangelio y me respondió que aún lo tenía.
La comida cundió por esta vez. Pero la cosa no acaba aquí porque aunque creo en las buenas obras, sólo creo en ellas cuando estas provienen de la fe y son para fe. Por eso también digo que no sólo de pan vive el hombre. Quizá esta será una próxima lección para Lorenzo y para mí, pero esto os lo contaré en mi próxima locura.
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