Ángelo Scola, doctor en Teología y Filosofía, es cardenal de la Iglesia católica. En enero 2002 fue nombrado Patriarca de Venecia. Ha escrito una decena de libros que tratan de bioética, sentido de la vida, relaciones de pareja, amor hombre-mujer, la experiencia humana elemental y otras cuestiones.
UNA NUEVA LAICIDAD, publicado en Italia el año pasado, aparece en España en su momento más oportuno. Dos cardenales españoles, Antonio Cañízares, Primado de España, y Agustín García-Gasco, Arzobispo de Valencia, acusaron el pasado mes de mayo al Gobierno español de querer dañar a la Iglesia católica mediante el laicismo que, según ellos, Rodríguez Zapatero pretende imponer al país. Ambos purpurados culpan al partido socialista de “los sucesivos procesos de secularización que padece la sociedad española”. “Se trata de erradicar nuestras raíces cristianas más propias”, se lamenta el prelado de Toledo, Antonio Cañizares.
Las quejas de los cardenales fueron recogidas y divulgadas en medios de comunicación. Algunos periodistas desnudaron sus argumentos. Manuel Saco pedía en el diario EL PÚBLICO un país laico, por el que daba “gracias a Dios”. Y añadía: “La presencia asfixiante de la religión católica en todos los ámbitos de la vida española ha hecho que, de facto, sea una confesión con carácter estatal, beneficiada por la lucha inagotable del Estado, con más de 4.000 millones anuales de euros, gracias a las listas de “afiliados” a la fuerza por el bautismo”. El novelista, poeta y dramaturgo Antonio Gala pedía en EL MUNDO que los religiosos dejaran en paz a quienes no lo son. Todos los religiosos –acentuaba-“el Papa incluido, más que nunca junto a Bush, se resisten, como es comprensible y despreciable, a la secularización de las sociedades y las naciones”. Líneas adelante insistía: “Queremos Estados laicos y limpios, mandamientos igualitarios y civiles”.
El libro del cardenal Scola balancea entre ambas posiciones. No acepta las denuncias que se hacen a la Iglesia católica, cosa lógica, dado su encumbramiento. Pero tampoco se alinea con la jerarquía española, que ve peligros y amenazas por todas partes.
Se muestra respetuoso con el Estado y afronta temas arduos y complejos en torno al laicismo. Se dice dispuesto a repensar los términos en cuestión, es partidario de aceptar los derechos y los deberes que imponen las leyes civiles, evoca todo lo que Europa debe al cristianismo, ahonda en el problema de mestizaje de culturas y civilizaciones en el viejo continente; como era de esperar dado el cargo que ocupa en la Iglesia católica, califica de mito la escuela única bajo la administración política y dice que “el Estado debe renunciar, por principio, a convertirse en agente promotor directo de proyectos escolares y universitarios, para dejar esta tarea a la sociedad civil”. Aquí incluye, claro está, a la Iglesia que él representa. Pero silencia que la Iglesia católica no es una sociedad civil; es una institución religiosa con doctrinas, dogmas y pretensiones que quisiera imponer al conjunto social.
Scola es claro y positivo cuando escribe sobre el valor y la laicidad del Estado y los valores fundamentales de la sociedad: “En cuanto a instancia superior –dice- el Estado debe ser, según la terminología hoy en uso, laico. Pero está claro, llegado a este punto, qué debe significar laicidad: la no identificación con ninguna de las partes implicadas, es decir, con sus intereses e identidades culturales, sean religiosas o laicas”.
Aquí está el yerro candente. La Vicepresidenta del Gobierno español, María Teresa Fernández de la Vega, anunció el 7 de mayo que su objetivo es avanzar en la condición de laicidad que la Constitución otorga a nuestro Estado”. Esto mismo lo han venido diciendo, de una u otra manera, todos los presidentes que ha tenido España en la democracia, desde Adolfo Suárez a Rodríguez Zapatero.
Pero ¿en qué punto estamos? Después de 32 años de declaraciones e intenciones incumplidas, todo sigue igual. Cada español, sea católico o ateo, judío, protestante, musulmán o budista, pagará este año cuatro euros para el sostenimiento del culto y clero católico. Desde 1979 Acuerdos bilaterales atan al Estado español con el Estado Vaticano. El Gobierno ha cedido ante los colegios católicos concertados, que podrán adaptar la polémica asignatura a su ideario, suprimiendo lo que les disguste.
Scola define bien el término laicidad como la no identificación del Estado con religión alguna. Pero ¿cómo se aplica este sistema en España, donde la Iglesia católica recibe del Estado 4.000 millones de euros anuales en diferentes conceptos y las tres religiones que mantienen Acuerdos con el Estado apenas tres millones? ¿Cómo hablar aquí de “no identificación” con una determinada confesión religiosa? ¿Y cómo se atreve a decir la vicepresidenta del Gobierno que su objetivo es avanzar en la condición de laicidad cuando el propio Gobierno central y los Gobiernos regionales han instaurado como seña de identidad las manifestaciones populares de la Iglesia católica tales como los belenes de Navidad, los ridículos reyes magos, las procesiones de semana santa, la farándula del rocío y otras de parecido tono?
El libro de Ángelo Scola concluye con un bello capítulo sobre el sentido de la muerte. Suscribo desde la primera a la última línea. “En el acto de morir descubriré que no acabo en la nada”, dice el cardenal. Así es. Así será.
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