El tema de la felicidad ha llenado miles de páginas desde tiempos pasados. Ya Boecio, filósofo y estadista romano, quien vivió entre los siglos quinto y sexto de nuestra era, escribió, según dicen, estas palabras: “No hay que buscar la felicidad fuera de nosotros, cuando sólo podemos encontrarla dentro de nosotros”.
Exactamente lo mismo, pero con un vocabulario envuelto en el misterio, dijo Jesús a una mujer samaritana cinco siglos antes de que naciera Boecio:
“Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (
Juan 4:13-14). Y a los habitantes de Jerusalén:
“El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (
Juan 7:38).
En ambos textos agua es sinónimo de felicidad. El agua que transcurre por fuentes, pozos, tuberías, el agua que bebemos, no sacia la sed del alma. El agua que salta para vida eterna es la que el espíritu engendra en el alma, la felicidad. Una felicidad que satura el interior del ser. Quien nos promete felicidad en la otra vida también nos la da en esta. Para el autor del libro que estoy comentando, la posibilidad de que Dios nos traiga la felicidad no se ha extinguido. Y que nunca se extinga.
El autor de UNA HISTORIA DE LA FELICIDAD se doctoró en la prestigiosa Universidad norteamericana de Yale. Ha impartido clases en las universidades de Yale, Columbia y Nueva York. Actualmente es profesor titular en la Florida State University. McMahon justifica su libro con la afirmación de que “como ciudadano occidental de finales del siglo XX, me parecía imposible dejar el problema sin más, porque la felicidad, su promesa, su expectativa, su atractivo, me rodeaba por todas partes”. Para el filósofo español Fernando Savater, en su reciente libro EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD, “se trata del ideal más arrogante, pues descaradamente asume que tacharla de “imposible” no es aún decir nada contra ella. Imposible, pero imprescindible: irreductible”.
McMahon arranca su historia de la felicidad desde la antigua Grecia, donde se la veía como un regalo de los dioses. En parecidos términos se expresaban los romanos, si bien éstos dependían menos del cielo y más de la tierra. Marco Tulio Cicerón, político y escritor romano, quien al morir (decapitado) dejó escritas unas 774 epístolas, afirmó en una de ellas: “No consiste la felicidad en la alegría, ni en la lascivia, ni en la risa, ni en la burla, compañera de la ligereza, sino que reside muchas veces en la triste firmeza y constancia”.
Veinte siglos después, el filósofo inglés Bertrand Russell, en su conocido libro LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, parece estar de acuerdo con Cicerón. Escribe Russell: “Todas las condiciones para la felicidad se realizan en el hombre… El secreto de la felicidad es éste: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones hacia cosas y personas interesantes sean amistosas en vez de ser hostiles”.
No discuto al filósofo inglés. Me falta talla intelectual. Pero el concepto de la felicidad expresado en ese párrafo me parece excesivamente materialista, muy terreno. Prefiero el juicio del psiquiatra Enrique Rojas, expresado en su ensayo de 1987 UNA TEORÍA DE LA FELICIDAD. Cree Rojas que todo ser humano está llamado a ser feliz. Para lograrlo depende mucho de la operación que haga con su vida. Pero “mi vida- dice Enrique Rojas- no la puedo hacer yo solo en sentido estricto, sino que es necesario algo que me rebase a mí mismo, que trascienda mis propias acciones”.
Es aquí donde interviene Jesucristo: El que cree en mi, de su interior correrán ríos de felicidad, viene a decirnos.
El autor de UNA HISTORIA DE LA FELICIDAD, que parte de los antiguos filósofos griegos, continúa su búsqueda hasta las últimas páginas del libro, entrado ya el siglo XXI. Tras sintetizar dos milenios de cultura y pensamiento concluye diciendo que la felicidad es una ventana abierta. Lo que encontramos al otro lado de la ventana depende del estado del alma.
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