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Cristo, y el aguijón de la cruz

Artículo final de una serie del psiquiatra Pablo Martínez Vila titulada “Aceptando los «aguijones» de la vida”.
MUY PERSONAL AUTOR Pablo Mnez. Vila 28 DE MARZO DE 2008 23:00 h

Aceptando los «aguijones» de la vida (V)

Vimos en el primer artículo de esta serie que la gente reacciona de forma diferente e incluso paradójica ante el aguijón. Esto nos llevaba a un principio cardinal: el ser feliz o desdichado no depende tanto de las circunstancias, sino de nuestra actitud ante estas circunstancias. Sin duda, la clave en cualquier acontecimiento adverso radica más en el corazón que en el aguijón; nuestra actitud es mucho más influyente y decisiva, a la larga, que la fuerza desmoralizante y devastadora del aguijón. De antemano, nadie está derrotado ante el golpe del trauma; nadie está, a priori, destinado a sucumbir ante las adversidades.

También vimos en aquel primer artículo que la aceptación es un proceso de transformación interior que se desarrolla en tres niveles de la persona. De hecho, son facetas interdependientes, constituyen como un racimo. Cada uno de ellas implica un aprendizaje que se realiza de forma simultánea en los tres frentes: 1.- Aprender a ver diferente; 2.- Aprender a pensar diferente: este nivel es el que veremos en el presente artículo; 3.- Aprender a vivir diferente.

Hasta ahora hemos considerado la experiencia del apóstol Pablo. Hay, sin embargo, otro ejemplo que para nosotros constituye el modelo supremo de aceptación: Cristo ante el aguijón del pecado y de la muerte en la cruz.

¿Puede haber una experiencia más traumática tanto física como moralmente? En la cruz, Cristo experimentó una de las muertes más sádicas desde el punto de vista físico(1) y, sobre todo, la mayor injusticia y el mayor dolor moral que jamás hombre alguno haya sufrido. No debe ser casualidad que una de las escasas ocasiones en que aparece la palabra aguijón en el NT. se refiera precisamente a la muerte y al pecado (1 Co. 15:55-56). Cristo tenía que pasar por el mayor de los aguijones –experimentar la muerte y el peso del pecado- precisamente para librarnos a nosotros de su veneno mortal.

Nuestras experiencias de dolor pueden ser muy duras y difíciles de sobrellevar, pero quedan relativizadas ante el aguijón por excelencia que fue la cruz. Ningún aguijón humano puede ser mayor que éste: «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él y por su llaga fuimos nosotros curados».

Este vívido pasaje profético de Is. 53 nos presenta a Jesús como un experto en el sufrimiento, "doctorado en aguijones": «despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores y experimentado en quebrantos...» (Is. 53:3). Todo ello porque Dios «cargó en él el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6). Una lectura detenida de este capítulo nos ofrece una impresionante descripción del sufrimiento por amor. Es ahí donde empezamos a vislumbrar los poderosos rayos de luz que el Evangelio arroja sobre el misterio del sufrimiento injusto. Personalmente se me hace difícil leer este pasaje sin emocionarme.
  • «Padre, si es posible, pase esta copa de mí». Lucha por eliminar el aguijón. Como hombre, Jesús tiene la misma reacción que cualquiera de nosotros: procura evitar aquel trauma, busca cambiar las cosas. Es la fase legítima y natural de lucha.
  • «Con gran clamor y lágrimas». Oración ferviente al Padre. El autor de hebreos nos describe con gran realismo, casi de forma cruda, la intensidad emocional de la lucha en oración de Jesús con el Padre: «Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente.». (He. 5:7). Por el relato de los Evangelios sabemos que «se angustió en gran manera» y «estando en agonía oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lc. 22:44). Y en Mateo se lee: «mi alma está muy triste hasta la muerte» (Mt. 26:38).
  • «Mas no se haga mi voluntad, sino la tuya». Una disposición plena a la obediencia: «pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mt. 26:39). El sometimiento de Cristo a la voluntad del Padre era completo, ya desde el comienzo mismo de su vida en la tierra. El cántico de Filipenses 2 nos lo describe con estas palabras: «...se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil. 2:8).
La lucha por cambiar las cosas y la oración ferviente al respecto siempre deben venir enmarcadas por la sumisión a la voluntad de Dios, aunque nos parezca misteriosa y oscura. A primera vista nos sorprende la afirmación de que Jesús «fue oído a causa de su temor reverente» (He. 5:7). ¿En qué sentido fue oído? Dios no le libró de la muerte. Cristo tuvo que pasar por el trago amargo de la cruz. Desde nuestra perspectiva humana, ser oído por el Padre debería implicar una respuesta afirmativa a su petición, es decir librarle de la copa de la muerte. Pero sabemos que esto no fue así. Dios le oyó en el sentido de que envió un ángel del cielo para fortalecerle. Es muy evidente en el texto de Lucas la relación causa efecto entre la petición de Jesús «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa» (Lc. 22:42) y la respuesta inmediata del Padre: «Se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (Lc. 22:43). Gran lección para nosotros: Dios no siempre nos va a librar del aguijón, pero siempre nos dará los recursos necesarios para luchar contra él.

Concluimos. Cristo sufrió y superó de forma admirable el más grande aguijón. Por ello «no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades» (He. 4:15). Cristo nos ayuda en nuestros aguijones de dos grandes maneras: por un lado, porque nos da un ejemplo supremo, es nuestro modelo a seguir. Pero también, y sobre todo, porque su gracia sobrenatural nos fortalece en nuestra debilidad. Cristo, a diferencia de un gran maestro humano, como podría ser Gandhi, nos proporciona la fuerza que nos hace exclamar con Pablo «todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Dependemos de Cristo porque su gracia se hace perfecta en nuestra debilidad.



(1) La muerte de un crucificado era lenta, duraba hasta 18-20 horas, y se consideraba la forma más atroz de ejecución en el Imperio Romano.



Artículos anteriores de esta serie:
 1Verdadera y falsa aceptación del dolor 
 2Aprendiendo a ver diferente 
 3Aprendiendo a pensar diferente 
 4Aprendiendo a vivir diferente 
 

 


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