Aceptando los «aguijones» de la vida (I)«Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar;
valentía para cambiar las que sí puedo cambiar;
y sabiduría para conocer la diferencia.» (Reinhold Niebuhr)
Las actitudes de las personas ante las circunstancias adversas, en el fondo, podemos resumirlas en dos: por un lado, los que viven siempre insatisfechos, con la queja permanente en la boca y que acaban «bañados» de amargura. Por el contrario, en el otro polo encontramos a personas cuya reacción ante las tormentas de la vida, los aguijones, es sorprendentemente positiva; azotadas por los más duros embates, luchan contra uno o varias experiencias de aguijón, son capaces de disfrutar del más pequeño detalle y de mantener un espíritu admirable de superación. Su ejemplo nos estimula y su ánimo es contagioso. En esta línea me causaron especial impacto las palabras de un periodista español después de quedar tetrapléjico por un accidente de tráfico: «Me siento como un millonario que ha perdido mil pesetas». ¿Cómo se explica esta diferencia de reacciones? ¿Dónde está el secreto? ¿Se puede hacer algo para conseguir un mínimo de «felicidad» en medio del dolor por el sufrimiento crónico?
Hay dos palabras que constituyen la clave para ayudar a una persona atribulada por el aguijón:
aceptación y
gracia. De hecho, ambas están estrechamente relacionadas porque la aceptación sólo se consigue, en último término, por la gracia de Dios. Es el ingrediente
sobrenatural de la aceptación. Depende de la fe y viene de Dios. Sin embargo, hay también algunos aspectos que dependen de nosotros; son los recursos
naturales de la aceptación, de tipo biológico, psicológico o ambiental. Es lo que nosotros ponemos de nuestra parte, pautas a desarrollar y aprender en el largo camino que lleva a superar el trauma del aguijón.
Debemos puntualizar, no obstante, que aún en el aprendizaje de estos aspectos «humanos» o naturales no dependemos por completo de nosotros mismos, no estamos solos ni son el resultado exclusivo de nuestro esfuerzo. En realidad es a través de ellos que la gracia de Dios empieza ya a manifestarse de forma concreta y práctica. No podemos, por tanto, caer en la soberbia de las modernas psicologías humanistas que nos vienen a decir: «Todo está en sus manos; la felicidad depende de usted; si se lo propone podrá ser un triunfador sobre cualquier circunstancia; usted elige su destino en la vida». No, no somos pequeños dioses. Ni podemos ni queremos ocupar el centro de nuestra vida porque le corresponde sólo a Dios.
Para nosotros, como creyentes, la capacidad de superar un trauma no depende sólo ni en primer lugar del buen uso de mis recursos interiores –«la fuerza que está en mí»-, sino de la fuerza sobrenatural que proviene de Dios y que transforma mis debilidades en fortalezas, como queda magistralmente expuesto en
2 Co. 12:9.
«Mi gracia te es suficiente. Porque mi poder se perfecciona en la debilidad». Y por ello Pablo puede llegar a exclamar:
«Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (
2 Co. 12:10). El mérito último cuando llegamos a un buen nivel de aceptación no está en nuestro propio esfuerzo, sino en la gracia de Cristo. La psicología nos enseña muy provechosamente a utilizar estos recursos interiores; nosotros pondremos de nuestra parte todo lo posible, haremos bien en esforzarnos, pero la gracia es el requisito imprescindible para la victoria sobre nuestras debilidades.
¿QUÉ SIGNIFICA ACEPTAR?
Hay muchas personas que se rebelan o protestan ante la sola mención de la palabra aceptar. No pueden ni oír hablar del tema. La mayoría de veces es porque tienen conceptos equivocados. Veamos los más frecuentes.
Aceptar no es resignarse: la versión estoica-fatalista. Para muchos la aceptación es la conclusión a la que llegas cuando «ya no puedes hacer nada más». Lo has probado todo y has llegado al final del camino. Se acabó. Entonces «no queda más remedio que aceptar». Es una rendición sin condiciones después de una ardua lucha. Esta idea se acerca mucho más al estoicismo que a la enseñanza bíblica. Como veremos, Pablo está muy lejos de Séneca cuya filosofía ensalzaba la autosuficiencia del individuo de un modo próximo al fatalismo. El fatalismo nace de la convicción de que no podemos hacer nada para luchar contra nuestro destino. Por supuesto, el creyente no está de acuerdo con esta idea. No somos responsables por lo que hemos
recibido, pero sí somos responsables por
lo que hacemos con lo que hemos recibido. Una de las peores actitudes en la lucha contra el aguijón es la resignación fatalista generadora de tanta pasividad como amargura. La amargura del atribulado por un aguijón es proporcional a su disposición a luchar y salir adelante. El que se queda cruzado de brazos tiene muchas posibilidades de acabar agriando su vida y la de los que le rodean.
Aceptar no es ponerse una coraza: la versión budista-oriental. Hay otras personas para quienes aceptar es algo así como «desconectar», lograr un estado mental de relajación cercano a la impasibilidad: «ya no sufro por nada ni nada me afecta». Esta idea es muy popular en nuestros días cuando la gente vive abrumada por tantas formas de aguijón y necesita esta coraza para vivir más «feliz». Viven obsesionados para que «las cosas me afecten menos». No deja de ser curioso ver a tantas personas, incluso ejecutivos de alto nivel, practicar el
tai chi en un parque a primera hora de la mañana a modo de «tiempo devocional» laico. O quizás no tan laico, porque el denominador común de esta «filosofía de la coraza» se origina en la meditación trascendental y otras religiones orientales, en particular el budismo. Aceptar no es conseguir el «nirvana», ese estado supremo «por encima del bien y del mal», en el que desaparece el dolor. Son técnicas que se aprenden por un entrenamiento sistemático. Sería algo así como una gimnasia mental. Cómo contrasta con la aceptación en el sentido bíblico, un proceso de transformación interior que nace de la comunión personal con el Dios de toda gracia y que requiere del continuado contacto con este Dios para irse renovando.
Aceptar no implica estar de acuerdo con el aguijón: la versión masoquista. Nadie nos pide que lleguemos a
ser amigos de la causa de nuestro sufrimiento. El aguijón no debe ser visto como un enemigo, pero tampoco como un amigo. Ello nos acercaría a una actitud de
masoquismo, muy lejos de la enseñanza bíblica. De ahí la importancia de no confundir
estar contento con
estar contentado. ¡Dios quiere que sus hijos sean realistas, no masoquistas!
Ni amigo ni enemigo: aliado. Aceptar significa dejar de ver el aguijón como un enemigo, un obstáculo paralizante, para descubrir en él un aliado. Un enemigo impide, bloquea, obstaculiza; un aliado, por el contrario, colabora y potencia tu capacidad de lucha. Estamos aquí en el meollo de nuestro tema. Si logramos entender este punto, habremos avanzado un largo trecho en el camino de la aceptación.
Aceptar es llegar a tener la serena convicción de que Dios puede usar mi vida no sólo a pesar de mi aguijón, sino precisamente a través de él. Cuando veo en el aguijón a un aliado, la rebeldía deja paso a la aceptación. Así, todas las energías que antes empleaba en luchar
contra, ahora las invierto en luchar
para. Antes estaba inmerso en una guerra de
desgaste que erosionaba todas las defensas de mi ser; ahora descubro que el aliado me ayuda a
construir una vida diferente, pero igualmente plena y con sentido.
INGREDIENTES DE UNA ACEPTACIÓN GENUINA
Apuntábamos al principio que todos somos distintos a la hora de afrontar la adversidad. Hasta cierto punto esta diferente forma de reaccionar constituye como una radiografía bastante fiable de nuestro carácter, pero también de nuestra filosofía de vida e incluso de nuestra madurez cristiana. Con ciertas matizaciones podríamos parafrasear el refrán y afirmar: «dime cómo reaccionas ante la adversidad y te diré qué tipo de persona eres». Nos referimos en especial a la reacción a medio y largo plazo, no a la sorpresa y el estupor iniciales que forman parte de las respuestas naturales de la persona. Así pues, la experiencia de aguijón nos proporciona una excelente oportunidad para descubrir facetas nuevas de nuestro carácter y «bucear» en nuestra vida de maneras que nunca habríamos logrado de no mediar la experiencia de aguijón. Ello es así porque el sufrimiento crónico contiene una enorme fuerza dinamizadora desde el punto de vista tanto emocional como espiritual.
Volvamos a nuestra pregunta inicial. ¿Por qué la gente reacciona de forma tan diferente e incluso paradójica ante el aguijón? La respuesta nos introduce a un principio cardinal:
el ser feliz o desdichado no depende tanto de las circunstancias, sino de nuestra actitud ante estas circunstancias. Como decía el filósofo de la antigüedad Epicteto: «El hombre no se ve distorsionado por los acontecimientos, sino por la visión que tiene de ellos». Por supuesto que este principio requiere matizaciones: hay situaciones de sufrimiento crónico, aguijones que martillean hasta horadar el alma y hacen difícil, a veces muy difícil, avanzar en el camino de la aceptación. No podemos caer, como ya hemos visto, en un triunfalismo fácil o en una versión moderna de estoicismo que acaba irritando más que consolando. Pero, sin duda, la clave en cualquier acontecimiento adverso radica más en el corazón que en el aguijón; nuestra actitud es mucho más influyente y decisiva, a la larga, que la fuerza desmoralizante y devastadora del aguijón. De antemano, nadie está derrotado ante el golpe del trauma; nadie está, a priori, destinado a sucumbir ante las adversidades.
La aceptación es un proceso de transformación interior que se desarrolla en tres niveles de la persona. De hecho, son facetas interdependientes, constituyen como un racimo. Cada uno de ellas implica un aprendizaje que se realiza de forma simultánea en los tres frentes.
1.- Aprender a ver diferente
2.- Aprender a pensar diferente
3.- Aprender a vivir diferente
Las tres próximas semanas veremos estos tres aspectos: cómo aprender a ver diferente, a pensar diferente y a vivir diferente
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