En el segundo tomo de su
Diccionario de la literatura,
Federico Carlos Sainz de Robles dice que la obra de Juan Ramón Jiménez abarca más de cuarenta títulos. De sus libros se han hecho multitud de ediciones en numerosos países, especialmente en Hispanoamérica. Su larga vocación literaria fue una constante aspiración hacia la unidad de la inteligencia con el sentimiento.
Gonzalo Torrente Ballester, ensayista, novelista y crítico teatral, vierte un juicio global y negativo en torno a la poesía del autor de
Platero y yo. En su
Panorama de la literatura española contemporánea afirma:
«La poesía de Juan Ramón, la mejor, está hecha para ser gustada como un objeto bello, pero no sirve para que un hombre carente de palabras conmovidas exprese con ellas su amor, su dolor, su entusiasmo o su nostalgia, que es, en definitiva, el destino de la gran poesía y la medida de su grandeza. Todo lo demás es historia literaria».
Se trata, desde luego, de una opinión muy particular y poco compartida.
Dámaso Alonso, el gran poeta madrileño nacido 17 años después de Juan Ramón, dice en su ensayo
Poetas españoles contemporáneos:
«Juan Ramón ha buscado siempre la belleza, pero la ha buscado en la intensidad y en la desnudez; la ha buscado apasionadamente, con el anhelo de su corazón, especialísimo (de poeta) y común (de hombre)».
Tanto él como Machado, sigue Dámaso Alonso, «reducen y aun eliminan toda suntuosidad decorativa y todas las sonoridades externas, y atienden sólo a una reconcentrada expresión de sus emociones y su pensamiento».
Del mismo parecer es el magnífico prosista y crítico literario
Federico de Onís, contemporáneo de Juan Ramón Jiménez y Dámaso Alonso.
En una cita que recoge Federico Carlos Sainz de Robles en su ya citado
Diccionario de la literatura, Onís afirma:
«No quiero decir que Juan Ramón Jiménez sea el mayor poeta que ha existido; creo que se cuenta entre los más grandes, y dudo que haya quien le supere en pureza y en unidad.
Es dudoso que haya una poesía más libre de elementos no poéticos que la suya, una poesía de la que estén más ausentes las ideas y realidades exteriores, y que sea toda como la de los místicos, expresión en palabras de puras e inefables realidades interiores; y lo es también que haya habido una vocación poética tan tenaz, continua, exclusiva y lograda como la suya, una permanencia de identidad tal a través de tantas variaciones».
En su libro
Dios deseado y deseante, escrito en la última etapa de su vida, libro clave para profundizar en el sentido y el sentimiento religioso de Juan Ramón, el poeta dice que va al Libro —referencia a la Biblia— «como a un campo de margaritas en primavera humana o como un espejo de luz en el humano invierno».
Antonio Sánchez Barbudo, que ha hecho una cuidada versión comentada de este libro, aclara:
«Esto parece indicar que en algunas épocas de su vida, y desde luego en esta final, la lectura de la Biblia era para él una especial fuente de poesía. Poesía y, tal vez, algo más».
Sánchez Barbudo no es el único en advertir la huella permanente de Dios en la poesía de Juan Ramón Jiménez. Otros autores españoles y extranjeros han dedicado muchas páginas al tema. En el libro de casi mil páginas titulado
Los Premios Nóbel y su fundador,
Anders Osterling afirma que Juan Ramón Jiménez buscaba siempre una belleza cristalina, desnuda y pura como la rosa.
Escribe el citado autor:
«Para él esta búsqueda es a la vez una forma de llegar a Dios y de convertir el concepto de Dios en símbolo religioso final de la verdadera esencia de la poesía».
El propio Juan Ramón Jiménez reconoce y afirma la presencia de Dios en toda su creación poética. Cosa que nada tiene de excepcional. El sentimiento religioso nace con el hombre y aun los ateos declarados palpan su realidad. Ya se tome a Dios como Absoluto o como Persona, es difícil que un poeta pueda escapar a su influencia.
Juan Ramón nos ha dejado un documento autobiográfico de gran importancia para comprender lo que él entendía por poesía religiosa y sus conflictos internos en la búsqueda permanente de Dios. Se trata de unas
Notas que aparecieron en la primera edición de
Animal de Fondo y repetidas en
Dios deseado y deseante. El párrafo es largo, pero lo transcribimos íntegramente. Dice el poeta de Moguer:
«Para mí la poesía ha estado siempre íntimamente fundida con toda mi existencia y no ha sido poesía objetiva casi nunca. ¿Y cómo no había de estarlo en lo místico panteísta la forma suprema de lo bello para mí? No que yo haga poesía religiosa usual; al revés, lo poético, lo considerado como profundamente religioso, esa religión inmanente sin credo absoluto que yo siempre he profesado. Es curioso que, al dividir yo ahora toda mi escritura de verso y prosa en seis volúmenes cronológicos, por tiempos o épocas mías, y que publicaré con el título general de
Destino, el final de cada época o tiempo, el final de cada volumen sea de poemas con sentido religioso.
Es decir, que la evolución, la sucesión, el devenir de lo poético mío ha sido y es una sucesión de encuentro con una idea de Dios. Al final de mi primera época, hacia mis veintiocho años, Dios se me apareció como en mutua entrega sensitiva; al final de la segunda, cuando yo tenía unos cuarenta años, pasó Dios por mí como un fenómeno intelectual, con acento de conquista mutua; ahora, que entro en lo penúltimo de mi destinada época tercera, que supone las otras dos, se me ha atesorado Dios como un hallazgo, como una realidad de lo verdadero suficiente y justo. Si en la primera época fue éxtasis de amor, y en la segunda avidez de eternidad, en esta tercera es necesidad de conciencia interior y ambiente en lo limitado de nuestro moderado nombre. Hoy concreto yo lo divino como una conciencia única, justa, universal de la belleza que está dentro de nosotros y fuera también y al mismo tiempo».
¿Quién no advierte en estas últimas líneas como un eco del discurso pronunciado por el apóstol Pablo en Atenas, en Dios «vivimos, y nos movemos, y somos»?.
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