Me ocurre igual con los libros, que son el más asombroso principio de libertad y fraternidad. Con la lectura de libros entra en nosotros un mundo que, sin su compañía, jamás habríamos llegado a descubrir.
En la casa donde vivo tengo una biblioteca de seis mil volúmenes escritos en tres idiomas. Y continuamente estoy comprando nuevos libros.
Cuando viajo al otro lado del mar, cosa que hago cinco o seis veces al año, en el maletín de mano meto libros. En mi último viaje a la ciudad de Arlington para pronunciar seis conferencias, en el estado de Virginia, con escala única en Washington, me llevé tres títulos y los tres leí: Uno de hace años: “
La autopista del Sur y otros cuentos”, del argentino
Julio Cortázar. Otros dos de reciente aparición: “
Como el río que fluye”, del brasileño
Paulo Coelho y “
Los que le llamábamos Adolfo”, del español
Luís Herrero.
Cortázar, nacido en Bélgica, criado en Argentina y muerto en París a la edad de 70 años, está considerado como uno de los autores más famosos del llamado “boom” de la narrativa hispanoamericana y uno de los mayores exponentes del realismo mágico. Pertenece a la generación que se afirmó en la postguerra con las nuevas técnicas narrativas que desintegran el orden cronológico y espacial.
Su primera obra importante fue “Bestiario”, publicada en París en 1951, cuando al mismo tiempo traducía las obras completas de Edgar Poe. El libro que lo lanzó a la fama mundial fue, sin duda alguna, “Rayuela”. Es una obra mágica, terapéutica. Cortázar realiza en esta novela un nuevo ejercicio literario, con su doble ordenación de capítulos, sus interpolaciones de textos no literarios, sus juegos imitativos y su fondo crudamente realista. Crea un modelo en el que conviven el orden y el azar, lo pautado y la opción individual. Un capítulo remite a otro anterior generando una serie de remisiones que conducen a una lectura interminable.
En los cuentos de Cortázar no se sabe qué es lo más importante para el escritor, si la situación cómica así cazada al vuelo o el abismo de vacío y tristeza que contienen.
El volumen aludido al principio de este artículo, publicado en Buenos Aires en 1996, recoge un total de 36 cuentos. Me gustó especialmente el que da titulo al libro: “La autopista del Sur”. Narra un monumental atasco de coches en una autopista a la entrada de París que dura varios días. El episodio da lugar a tensiones, suicidios, amores, compañerismo y otras manifestaciones del corazón.
Paulo Coelho, con más de 85 millones de libros vendidos, es uno de los escritores más leídos del mundo y con mayor influencia hoy día. He leído casi todas sus obras. Me deleitaron las dos primeras que le lanzaron a la fama: “El peregrino de Compostela” y “El Alquimista”.
“Como el río que fluye” no es exactamente una novela. Se trata de una recopilación de relatos breves seleccionados por el propio autor. Cuando se está en la cumbre en la que él habita cualquier libro vende. La gente no compra el tema, compra al autor.
Coelho, creyente católico, apunta con frecuencia hacia temas religiosos: Dios, el alma, la trascendencia, la inmortalidad, Jesucristo, la Biblia, la dignidad del hombre, etc. En el mito de Prometeo y Pandora Coelho se acerca a la Biblia y afirma que cuando todos los males del mundo se esparcen sobre la tierra como consecuencia de haber abierto Pandora la caja mágica, “sólo queda una cosa en el fondo: La esperanza”.
Ante el texto del Éxodo en el que Dios ordena a Moisés: “Dí a los hijos de Israel que marchen”, Coelho reflexiona así: “sólo el valor en el camino hace que el camino se manifieste”.
Cuando el ateo pide ver a Dios para poder creer en El, Coelho hace decir al Eterno: “¿Cómo es que quieres verme, hijo mío? ¡Si ni siquiera crees que existo!”
“Los que le llamábamos Adolfo”, aparecido estos días escrito por
Luís Herrero, es una delicia de libro. Me ha entusiasmado cada una de sus páginas. Tal vez condicionado mentalmente por la admiración que siempre he sentido por Adolfo Suárez, el Presidente del Gobierno español que pilotó la transición de la dictadura franquista a la democracia que ahora disfrutamos.
He leído varias biografías de Adolfo Suárez, pero ninguna como esta, escrita desde la cercanía, con ternura de amigo. Luís es hijo de Fernando Herrero Tejedor, el ministro que apadrinó la carrera política de Adolfo Suárez, su mentor, su consejero, su maestro.
Las páginas de “Los que le llamábamos Adolfo” están escritas con calor humano, impregnadas de indisimulado cariño. Por ellas desfilan todos los políticos de la época, se dan nombres, se aportan datos, se señalan situaciones inéditas hasta ahora.
Dos hombres sobresalen en protagonismo: El presidente Suárez y el rey Juan Carlos. A ellos dedicaré los dos próximos artículos.
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