El pasado 5 de abril inicié en Protestante Digital un análisis religioso y metafísico de “CIEN AÑOS DE SOLEDAD”, la novela más importante del siglo pasado, según algunos intelectuales, escrita por el Premio Nóbel colombiano Gabriel García Márquez y publicada por vez primera en Argentina en 1967. Mis artículos han querido unirse a los actos culturales que se estaban llevando a cabo en diversos países para conmemorar los 47 años de vida de esta excepcional obra. Al poco de iniciar esta serie, moría Gabriel García Márquez, con lo que se ha convertido también en homenaje y recuerdo a su figura universal.
Espero no haber cansado al lector de esta sección con tan larga serie. Hoy la concluyo con otro acercamiento al tema de Dios en la pluma de García Márquez.
El texto más demostrativo de la existencia de Dios en “CIEN AÑOS DE SOLEDAD” se encuentra en la página 49 de la novela.
Coincidiendo con la misteriosa llegada de Rebeca los habitantes de Macondo son afectados por una extraña enfermedad que les impide dormir y les ocasiona la pérdida de la memoria. A fin de recordar los nombres de las cosas, deciden escribirlos. La idea fue de José Arcadio Buendía.
En la entrada del camino al pueblo colgaron un letrero que decía: “Macondo”. Y en la calle central otro más grande con la inscripción: “Dios existe”. Sin más. Sin necesidad de daguerrotipos ni de pruebas “científicas”. Dios existe como existe la vida, como existe el ser, como existe la muerte, como existe la misma existencia. Y
aunque el mundo humano perdiera la memoria y una amnesia total paralizara los cerebros, en los rincones más ocultos del ser permanecería colgado ese letrero imborrable: “Dios existe”.
Macondo es una metáfora de Colombia, de América Latina, del mundo.
El simbolismo no puede ser más aleccionador. Dios existe. La imagen de Dios está impresa en la naturaleza, en el devenir de la historia, en la conciencia del hombre.
Hay que escribirlo para no olvidarlo. Hay que recordar a todos los Macondos del mundo, a todos los pueblos de la tierra, que Dios existe. Que uno puede razonablemente creer en Dios incluso en esta época de descrédito religioso.
Vivimos en una cárcel que nosotros mismos hemos construido con toda clase de elementos materiales y sentimos el ahogo de las paredes que nos encierran. En nuestras manos tenemos la llave de la fe. Es preciso liberarnos de las cadenas, escapar por las avenidas del espíritu y escribir en nuestro
Macondo particular: Dios existe.
La historia de América cuenta que antes de que Colón llegara a este continente, marinos portugueses se adentraron en el Atlántico, al que entonces se llamaba El Océano Desconocido. Desanimados, regresaron a sus puertos de origen diciendo que no valía la pena seguir, que no había nada más allá de las aguas.
Colón persistió en la búsqueda y encontró un continente inmenso, un paraíso en la tierra.
Vale la pena buscar a Dios. Al final llega la recompensa. Se le encuentra. Porque no está lejos de nosotros, como ya escribió el apóstol San Pablo hace veinte siglos:
“De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos” (Hechos 17:26-28).
Casi al final de la novela, cuando ya se ha iniciado la fase apocalíptica, aparece en CIEN AÑOS DE SOLEDAD un personaje de leyenda, muy tratado en la literatura medieval: el Judío Errante.
En la novela de García Márquez el Judío Errante es un monstruo irresistible, al que sería más exacto clasificar entre los monstruos del Apocalipsis. Además es un ser mortal, lo que rompe con el mito del personaje.
En las páginas 288 y 289 de CIEN AÑOS DE SOLEDAD se describe al monstruo en todos sus aspectos de animalidad y se reseña su muerte. El cadáver es finalmente incinerado en una hoguera.
No coincido con Vargas Llosa cuando escribe que “el Judío Errante tiene que ver más con una tradición literaria que con una creencia religiosa”.
Es extraño que un hombre de tanto prestigio en la literatura universal como es el escritor peruano caiga en semejante desacierto.
La figura del Judío Errante es predominantemente religiosa. Cuenta la leyenda que cuando Jesús andaba hacia el Calvario con la cruz a cuestas, un judío le fustigó las espaldas al tiempo que le decía:
- Camina más aprisa.
Vuelto hacia él, Jesús le respondió:
- Tu caminarás hasta que yo vuelva.
Siempre según la leyenda, el mismo judío lleva ya dos mil años recorriendo en solitario los caminos del mundo y habrá de continuar hasta la Segunda Venida de Cristo.
Autores italianos de la Edad Media dieron al Judío Errante el nombre de Buttadeo. Posteriormente se le llamó Asvero. La obra más importante en torno al Judío Errante continúa siendo la de Goethe, publicada en 1836, cuatro años después de la muerte del célebre poeta alemán.
Para algunos autores el Judío Errante no es una persona, sino un símbolo. El símbolo del hombre en su ciclo giratorio enmarcado en el plan divino. El nacimiento, la vida, la muerte, el retorno al lugar de dónde venimos.
Símbolo también del peregrinar humano. Como Lucky, el personaje de Beckett en su famosa obra ESPERANDO A GODOT, andamos los caminos de la tierra con nuestra pesada carga a cuestas, dolidos, fatigados, sin descanso posible, sin querer escuchar la amable invitación de Cristo que también lleva dos mil años atronando los espacios:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:28-29).
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