Continuando el tema que inicié en
mi último artículo, sigo analizando la presencia de Dios en la novela de Gabriel García Márquez, CIEN AÑOS DE SOLEDAD.
¿Cayó José Arcadio Buendía en la cuenta de que la ciencia nunca le llevaría a Dios, que el método científico no era valedero para demostrar su existencia?
Es posible, porque tras aferrarse a la ciencia en su búsqueda de Dios (
como relataba la pasada semana) inmediatamente cede a la tentación de otra prueba que carece totalmente de rigor científico. Intentar obtener el daguerrotipo de Dios. ¡Nada menos! García Márquez lo cuenta así:
“Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia” (página 54).
Arcadio Buendía pasa del cientifismo al populismo. Lo que él pretende es lo que pide a diario el hombre de la calle:
“Sólo creo lo que veo”.
“Nadie ha visto a Dios”.
“Ningún muerto ha regresado del más allá”.
¿Cómo puede fotografiarse al Invisible?
La Biblia es contundente ante esta prueba: “A Dios nadie lo vio jamás” (Juan 1:18).
El Antiguo Testamento menciona a personajes muy destacados de quienes se dice que vieron a Dios: Moisés (Números 12:8); Jacob (Génesis 32:30); Isaías (Isaías 6:1); Ezequiel (Ezequiel 1:1); Daniel (Daniel 7:9).
Pero el lenguaje utilizado por los autores bíblicos no quiere decir que estos hombres vieran a Dios facialmente, como se ven dos personas cara a cara.
La naturaleza divina es inaccesible al ojo humano. Estas comunicaciones fueron lo que en griego se conoce como teofanías, es decir, manifestaciones sensibles de la divinidad.
En conversación con los fariseos, Cristo les dice:
“También el Padre que me envío ha dado testimonio de mí. Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto” (Juan 5:37).
José Arcadio Buendía comprendió bien pronto la inutilidad de sus esfuerzos. Mientras Úrsula se ocupaba de la ampliación de la casa él siguió “tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo” (página 56). Finalmente “renunció a la persecución de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia secreta” (página 62).
La decisión de Buendía sugiere dos principales consideraciones:
¿Es de justicia y de lógica abandonar tan pronto la búsqueda de Dios? El encuentro con Dios puede ser fortuito, cuestión de minutos, o puede ser el resultado de una persecución religiosa e inteligente de años. El profeta Isaías dice:
“Los que os acordáis de Dios no reposéis, ni le deis tregua” (62:6-7).
No es lícito el encogimiento de hombros ni el abandono en la búsqueda de Dios. Hay que acometer el problema y resolverlo.
Por otro lado, la imposibilidad de fotografiar el rostro de Dios, el no poder verlo como vemos al ser de carne y hueso que tenemos junto a nosotros, no son razones para deducir su inexistencia.
Es verdad que a Dios nadie le vio jamás. Pero San Pablo dice que sus atributos invisibles se hacen visibles en el conjunto de la creación:
“Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:19-20).
Además, si al Dios Padre nadie le puede hacer un daguerrotipo, porque nadie le ha visto, el Hijo encarnado le dio a conocer. Es la conclusión a la que llega San Juan:
“A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).
Tan convencido estaba Cristo de ser quien era, la revelación del Padre, Dios hecho carne, que cuando uno de sus apóstoles, Felipe, le pide que le muestre al Padre, le responde: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?” (Juan 14:9).
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