Me referí la semana pasada al tema de la muerte en CIEN AÑOS DE SOLEDAD, la premiada novela de Gabriel García Márquez. Ofrezco un segundo trabajo. En las historias de muertos y aparecidos que cuenta CIEN AÑOS DE SOLEDAD hay una reflexión de García Márquez que me interesa destacar aquí. En una madrugada de insomnio José Arcadio Buendía tiene la sensación de que Prudencio Aguilar, a quien había matado tiempo atrás, vuelve a "vivir" una segunda muerte.
«Cuando por fin lo identificó, asombrado de que también envejecían los muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la nostalgia. “Prudencio –exclamó- ¡Cómo has venido a parar tan lejos!” Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de los vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor de sus enemigos» (página 75).
¿Qué muerte es ésa “que existía dentro de la muerte”? ¿Se ha reparado en que García Márquez, conocedor de la Biblia, alude aquí a lo que la Sagrada Escritura llama “muerte segunda”? De esta segunda muerte se habla en tres textos del Apocalipsis, el último libro de la Biblia. En el primero de ellos, al final de la breve epístola a la iglesia en Esmirna, el autor dice:
“El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. El que venciere, no sufrirá daño de la segunda muerte” (Apocalipsis 2:11).
Los epicúreos griegos y los saduceos judíos creían que con la muerte acababa todo, que nada había después de la tumba. Para el autor del Apocalipsis, que sigue las enseñanzas de Cristo, existen dos tipos de muerte: la muerte física, que todos hemos de atravesar en la tierra, y una segunda muerte, después de la física, en el juicio de Dios.
La segunda muerte a la que se alude en la aparición de Prudencio Aguilar es la muerte eterna, la pérdida del alma, la privación definitiva de Dios en el lugar de condenación.
Esto nos introduce en el fascinante tema de la inmortalidad.
Los creyentes creemos que el alma sigue viviendo tras la muerte del cuerpo. Los ateos expresan sus dudas. Son incapaces de negaciones rotundas. Voltaire, el hombre que más combatió el catolicismo y abandonó el racionalismo en el siglo XVIII, manifestó sus dudas en torno a la inmortalidad del alma mediante unos versos que escribió cuando leía el último capítulo del Eclesiastés:
“¿Quién sin más luz que la razón pudiera
Averiguar jamás cuál es la suerte
Que al hombre cabe en su hora postrimera?
¿Evita su alma el golpe de la muerte?
¿Se apaga entonces la divina llama
Y como el cuerpo en polvo se convierte?”
No. No se apaga la divina llama. No se convierte en polvo el alma que da vida al cuerpo. Se evita el golpe de la muerte. La muerte pierde su aguijón. El sepulcro cede su victoria. El alma traspasa madera, tierra, mármol y tiempo y vuelve al lugar de donde vino.
Ricardo Gullón percibe rayos de inmortalidad en el extraño fenómeno que se produce en Macondo a la muerte de José Arcadio Buendía.
“Cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro” (página 127).
En opinión de Gullón, estas florecillas amarillas cayeron del cielo “para proveer de compañía al alma de Buendía” como signo de que “algo invulnerable a la corrupción y podredumbre proclama la entrada del muerto a la eternidad”. Eran portadoras de un claro mensaje, según escribe Gullón:
“El fundador está siendo recibido en las alturas como el hombre de Dios que inicialmente fue, como el patriarca bíblico a quien correspondió reducir el Caos por medio de la palabra y de la acción”.
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