El escritor argentino Enrique Anderson Imbert, en una obra publicada en 1965 con el título EL GATO DE CHESHIRE, cuenta la siguiente historieta: “La muerte, sin tener nada que hacer, se paseaba por la ciudad cuando oyó a sus espaldas voces airadas. Se dio vuelta y vio que, en la esquina, dos compadres discutían violentamente. La muerte, por simple curiosidad, se acercó a la esquina; los compadres sacaron los cuchillos”.
La curiosidad anónima de Anderson bien podría ser CIEN AÑOS DE SOLEDAD, donde la sombra de la muerte lo invade absolutamente todo: calles, plazas, iglesias, conventos, instituciones, alcobas, cuerpos y almas.
Cuando aparece por Macondo don Apolinar Moscote, el primer corregidor enviado por el gobierno, José Arcadio Buendía le dice que allí no hay nada que corregir. “Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte natural –dijo-. Ya ve que todavía no tenemos cementerio” (página 57).
Pero ese estado de gracia duró poco. Desde la muerte de Melquíades –“El primer entierro y el más concurrido que se vio en el pueblo” (página 71)- hasta las últimas páginas de la novela, el lamento de la vida está asociado a la simple aceptación de la muerte próxima.
Para García Ramos “la muerte es un estado casi natural de los habitantes de Macondo. De ella se regresa, en ella se envejece y se sufre, y con ella los vivos mantienen una relación familiar y constante”.
En CIEN AÑOS DE SOLEDAD el espacio y el tiempo forman parte de una síntesis en la que se incluye historia pasada, lamento interno y búsqueda al estilo de Marcel Proust.
Cuando Aureliano se queja de que las casas pintadas de azul “habían terminado por adquirir una coloración indefinible”, Ursula dice en un suspiro:
-“¿Qué esperabas? El tiempo pasa.
-Así es –admitió Aureliano-, pero no tanto” (página 113).
Tanto, sí. El patriarca Job, quien según la Biblia vivió 248 años, escribió estas palabras:
“Mis días han sido más ligeros que un correo; huyeron, y no vieron el bien. Pasaron cual naves veloces; como el águila que se arroja sobre la presa”.
En su recorrido tras las huellas de la muerte en la novela de García Márquez, el escritor Ariel Dorfman tiene el acierto de escribir que en CIEN AÑOS DE SOLEDAD “el tiempo es el camino hacia la condición absoluta de intemporalidad de la muerte”. La muerte es como la define Ariel Dorfman, intemporal, independiente del curso del tiempo.
Cuando el gitano Melquíades dice a José Arcadio Buendía que “la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones” (página 14), está expresando una verdad bíblica.
Nacemos dentro de la muerte o con la muerte dentro. Entre la cuna y la tumba sólo hay un breve espacio de tiempo al que llamamos vida. La muerte convive con nosotros desde el primero al último llanto. Y no hay forma de vencerla. Salomón lo advierte en la Biblia con frase rotunda:
“No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte; y no valen armas en tal guerra, ni la impiedad librará al que la posee”.
Menos acertado que Melquíades está el coronel Aureliano Buendía. El presagio del padre muerto logra remover en él el último rescoldo de soberbia. Cuando Ursula le dice que el padre está muy triste porque cree que se va a morir, el coronel responde:
-“Uno no se muere cuando debe, sino cuando puede” (página 211).
Si lo de Melquíades es pura Biblia, lo del coronel Aureliano Buendía es puro fatalismo. Uno no se muere cuando debe ni cuándo puede. Uno se muere cuando lo determina Dios. Así está escrito en la Sagrada Escritura: “Está establecido a los hombres que mueran una vez”.
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