Era una pareja muy joven; hacía un año que él había aprobado unas oposiciones y decidieron tener su primer hijo y meterse a comprar un pisito. Doblaba el corazón escucharles su experiencia: –Encontramos un piso que nos gustó y entraba en nuestras posibilidades y, cuando hablamos con el constructor, nos dijo: “Del precio total, tanto lo quiero en negro”; no entendimos lo que nos quería decir. Nos fuimos al banco y le dijimos al que nos atendió: “Necesitamos una hipoteca, pero el constructor nos dijo que quería una cantidad de dinero negro y nosotros no sabemos qué quería decir con eso, así que a ver si nos pueden prestar también un poco de dinero negro”, y el señor tampoco nos debió de entender, porque dijo que ellos no tenían dinero negro para prestar–
Seguro que a Vdes. les hace gracia y les parece increíble la anécdota ¿verdad? Pues ahí me tienen a mí, un cristiano, explicándoles a esta encantadora pareja lo que era el dinero negro como quien le explica los misterios de la vida a un jovencito. Que a Vdes. les parezca sorprendente la situación significa que lo que les parece normal es que se compre y se venda con dinero negro; todo el mundo lo ve inevitable.
Les puedo contar también mi experiencia aún a riesgo de que me lea un inspector de Hacienda:
A medida que iban naciendo nuestros tres hijos, tuvimos que ir vendiendo un piso para comprar otro más grande, y eso nos ha aportado experiencia en estas lides. En nuestra primera compra, le dijimos al constructor que queríamos escriturar por el valor real y nos contestó: “Si es así, no les vendo el piso”. Como insistimos y argumentamos, nos dijo que acababa de venderle uno a un inspector de Hacienda y que había pagado su parte de dinero en negro, vamos, que no fuésemos más papistas que el papa.
Confieso que tragamos, como tragamos cuando lo vendimos más tarde y volvimos a tragar cuando compramos uno nuevo; en esta ocasión, apretado por la sensación de mala conciencia, me fui a Hacienda y les dije que tenía pruebas de que el constructor me había obligado a escriturar por un valor inferior al real y que quería denunciar la situación; en Hacienda me dijeron que eso no me iba a beneficiar en nada y me desanimaron; confieso que me callé otra vez. Pero ahora, la última vez que compramos, nos hemos puesto firmes:
–
Escrituraremos por el valor real–. El vendedor alucinó, nos habló de lo que podíamos ahorrarnos de impuestos, y finalmente nos miró inquisitivamente:
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Eso es porque quieren desgravar más–
–
No desgravaremos ni un duro: es una segunda vivienda–. El hombre abrió los ojos mucho.
–
Lo haremos así porque es la verdad–, dijimos. Y en esta ocasión él tuvo que tragar.
Entiendan bien que la decisión me duele hasta las entrañas porque aprecio bien los cuartiños, pero nos quedamos tranquilos con nuestra conciencia; y esto implica pagar un precio (literalmente).
Todos nos escandalizamos con lo de Marbella, pero realmente a nadie le sorprende porque en el fondo a todos les parece normal y ciertamente muchos harían lo mismo que los encausados si estuviesen en su lugar y tuviesen confianza en no ser descubiertos; para muchos ciudadanos, esto, como el dinero negro, no es un problema de conciencia, sino legal y económico.
La realidad profunda es más bien la contraria: es un problema moral que tiene consecuencias en la economía; por tanto, la solución debe venir de un análisis del problema moral de base.
No es probable conseguir una regeneración moral de la mayoría de la sociedad, pero sí es posible, desde un análisis moral del problema, diseñar medidas eficaces. Los protestantes comprendemos que el hombre está integralmente corrompido y que, si no establecemos balances y controles, la corrupción progresará hasta límites como los de Marbella; ¿cuáles deben ser estos controles?
Primero, el autocontrol moral, el que te impide usar dinero negro aunque puedas; más arriba mostraba cómo es difícil, tienes que pagar un precio, pero es posible y no es utópico, es eficaz.
No habrá solución mientras la sociedad civil acepte como inevitables hábitos inmorales, mientras no se comprenda que situaciones como las de Marbella son especiales en cantidad, pero no en calidad de fraude, porque encierra una actitud moral compartida por buena parte de la sociedad; no podemos seguir asumiendo como comprensible que las arcas municipales –y algunas privadas– se financien a base de decisiones de política urbanística.
Segundo, la exigencia de responsabilidades a los poderes públicos; en estos días se decía que el poder político municipal estaba corrompido en Marbella y el central miró para otra parte durante años, pero ¿cuántos notarios habrán certificado allí operaciones que mostraban evidencias claras de anomalías?
Tiene que haber un control democrático del ejercicio del poder político, pero también una exigencia de responsabilidades a los otros poderes, y mecanismos de contrabalances que impidan que cualquiera, una vez subido al poder, pueda campar a sus anchas sin rendir cuentas.
En el fondo todo depende de nuestra visión del ser humano: si, como creemos los protestantes, éste es un ser moral integralmente corrompido y responsable, es necesaria una regeneración integral del ser humano y de la sociedad, y entretanto hay que establecer mecanismos de control que exijan de cerca rendición de cuentas día a día a quienes ejercen cualquier tipo de poder, porque el ser humano tiende por naturaleza al egoísmo y al cúmulo de poder; con una visión así, sería más fácil haber atajado antes y con eficacia los desmanes de Marbella.
Si, por el contrario, el ser humano es intrínsecamente bueno y no hay que distinguir entre el bien y el mal, si no hay verdad absoluta, si la tolerancia exige el relativismo moral, entonces no queda lugar a la responsabilidad, al riguroso control del poder, sólo hay que reformar las estructuras para conquistar el progreso social; es este tipo de soluciones el que ahora muchos ofrecen, por ejemplo postulando que el gobierno central tenga más que decir en la política urbanística. Quienes piensan que la solución es meramente estructural, se deberían preguntar por qué Roldán no tuvo dificultades para llegar tan arriba y mantenerse allí tanto tiempo.
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