Luego, pasados los días navideños, todo vuelve a su ser, y donde dijimos “digo”, todos terminamos diciendo “Diego” porque simplemente las navidades vividas tal cual las hemos descrito han sido un invento exento de toda profundidad o sentido. Como decía un anuncio en estos días atrás, repetido hasta la saciedad en diversos medios, cuando piensan en Navidad, desgraciadamente, muchos sólo ven “las luces, a Papá Noel y muuuchos regalos”, algo que bien lejos queda del verdadero sentido que tiene, centrado en un niño, y no cualquiera, sino el Hijo de Dios mismo hecho hombre naciendo en un establo de Belén para morir algún día en una cruz maldita en sustitución nuestra como pago por nuestro pecado.
Hablar de esto hoy no sólo es políticamente incorrecto, sino que casi se ha convertido en arriesgado dado el rumbo de los acontecimientos. Este año pasado, además, ha sido especial. Ya sabemos, nada de belenes, ni de símbolos religiosos, sino un saco bien grande en el que todo quepa (todo menos Cristo y Su obra), que este es un país laico, aconfesional y sobre todo, tolerante.
Y no son precisamente los de fuera los que invierten exceso de energías en esto, que bien podrían serlo, visto que ya estamos en un nivel de avance en que lo surrealista se hace tangible en estos tiempos y presenciamos incluso denuncias por mencionar la palabra “jamón” en un aula (ojo a los que se llamen Jesús, Inmaculada o Salvador, porque bien podrían cualquier día de estos ser objeto de denuncia por algún fanático amparado por los tiempos de pseudo-tolerancia que corren).
Son los propios, los autóctonos, los que lejos de hacer buen uso de su memoria histórica, prefieren olvidar de dónde venimos, es decir, de una tradición claramente cristiana, aunque muy mal enfocada a menudo, y renuncian a su identidad, les guste o no les guste, vendiéndola al mejor postor, arrimándola al sol que más caliente o a la sombra que mejor les cobije, según toque.
Este fenómeno creo que no dejará de llamarme la atención, por mucho tiempo que pase, porque a pesar de lo que digamos los españoles de cara a la cámara, lo de que la religión no nos importa un rábano es una pura mentira. Nos importa a nuestra manera, no para creer, por supuesto, sino para hacer destrozos cada vez que se nos brinda la oportunidad.
Recientemente ha sido el tema de los belenes (que poco me importan, por cierto, como belenes en sí, que yo misma no los uso, sino por el simbolismo que encierran y las razones reales por las que se emprende ahora la cruzada contra ellos, que son que encarnan un símbolo de una espiritualidad cuasi-olvidada pero bien presente aún para muchos de nosotros), como en otros momentos son las cruces o lo puede ser cualquier otro símbolo, sea un pez en un coche o una Biblia encima de una mesa de trabajo.
O la visita del Papa, que se puede recibir con indiferencia, como muchos hacemos, o con flagrante desprecio y agresividad. ¿Y qué más? ¿O no se dan cuenta de que tolerancia y madurez democrática significa que todos podamos vivir en comunidad sin que ninguno de los implicados tenga que renunciar a su identidad, incluso en su faceta religiosa? ¿Por qué molesta tanto la presencia de símbolos religiosos? ¿En qué sentido atentan contra la identidad agnóstica, atea o plural de los españoles modernos o de los que se profesan seguidores de cualquier otra creencia? ¿Seré yo la única a la que esto le suena a complejo mal curado, a fantasmas mal resueltos y a identidad poco sólida?
Pues sepan quienes me leen que, al menos a la luz de lo poco o mucho que sé de comportamiento humano, no hay fuente de conflictos comparable a la renuncia o la mala aceptación de la propia identidad, como tampoco hay que despreciar como menores las consecuencias que se derivan, no sólo a nivel personal sino también social, de delegar la identidad personal en manos de otros, despreciándola y teniéndola por poca cosa.
¡Hay que ver lo que nos duran los enfados y lo que nos cuesta distinguir! ¡Cómo sorprende que, a día de hoy, no sepamos ver las diferencias entre lo que significa catolicismo, religión como forma de control de una dictadura o cristianismo verdadero como una manera de vida que trasciende los límites temporales y espaciales de la existencia aquí! ¿Qué tendrá que ver el Dios de la Biblia con el uso partidista que tantos a lo largo de la Historia han hecho de todo tipo de religiones o creencias (metámonos todos y sálvese el que pueda)?
¿No será que hemos luchado tanto con una identidad de la que renegamos, en este caso ya abiertamente, que ni siquiera nos acordamos de que España es un país de tradición cristiana, por mucho que las personas estén en contra de ciertas cuestiones relacionadas con la religión? Borrar a golpe de ley todo símbolo que nos lo recuerde no cambia tal realidad, ni varía en un ápice nuestra identidad. Sólo distorsiona la imagen que tenemos de ella y nos debilita frente a otros muchos que, no sólo tienen meridianamente claro de dónde vienen y a dónde van, sino que además lo defienden con uñas y dientes.
Kevin Rudd, primer ministro de Australia en su momento, ya lo expresó con rotunda claridad al hablar de lo que él entendía que tenía que ser el papel que los inmigrantes debían tomar de cara a la integración en la vida cotidiana del país que les acogía, como acogemos nosotros a tantos hoy. Él decía: "La mayoría de los australianos creen en Dios. Esto no es una posición cristiana, política o de la extrema derecha. Esto en un hecho, porque hombres y mujeres cristianos, de principios cristianos, fundaron esta nación. Esto es históricamente comprobable. Y es ciertamente apropiado que esto aparezca en las paredes de nuestras escuelas. Si Dios le ofende a usted, sugiero que considere vivir en otra parte del mundo, porque Dios es parte de nuestra cultura”. No me dirán ustedes que esto no queda a años luz de ocurrir aquí, en nuestra querida España. Ya nos gustaría a muchos que esto empezara a ser nuestro discurso, desde la clase política al español de la calle. Pero mucho me temo que todavía no nos toca y conste que no es el tema de la inmigración y su tratamiento lo que me ocupa en esta reflexión, sino que nos falta contundencia y convencimiento en nuestra defensa de la propia identidad como país en nuestras raíces.
Me llamaba la atención en estos días despertando en mí una buena dosis de tristeza cómo a veces son más capaces de defender su identidad muchos que no tienen a Cristo, incluso a golpe de denuncia absurda. En tantos países de origen no cristiano muchos hoy dan la vida por acercarse a la Biblia, por defender su contenido y por manifestar frente al mundo su identidad como cristianos, aunque ello les cueste su integridad o la vida misma. Y pensaba en cuán desagradecidos somos en este país al no entender y saber valorar lo que el cristianismo ha traído a nuestro continente y nuestro país, por no hablar de las implicaciones personales que tiene, para quien la acepta, la obra salvífica de Cristo en la cruz. ¿Cómo podemos haber vendido nuestra identidad al mejor postor sin un mínimo de resistencia? ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir usando los excesos y errores del pasado como la excusa perfecta para dar la espalda a Dios, confundiéndole con aquello en lo que muchos han querido convertirle, llámese el “opio del pueblo”, el “recurso de los débiles” o simplemente “algo pasado de moda”? ¡Cómo me gustaría ver a mi país, al que amo, levantándose en firme para defender lo que sigue siendo su identidad, aunque seamos capaces de matizar que ciertas cosas no son defendibles a la luz de un cristianismo verdadero! ¡Cuánto nos engrandecería saber distinguir y dejar de jugar al “ahora no te ajunto” como si fuéramos niños de cinco años!
Hoy en día los que más luchan en contra de una identidad cristiana no son, como decía antes, los de fuera, los que profesan otras religiones, aunque a muchos se lo parezca. Sus noticias, sus voces, son sólo las más llamativas, pero no las más abundantes. Lo abundante son cristianos nominales españoles de origen renegando de forma sistemática de Dios y cualquier símbolo que se lo recuerde. No perdonan a Dios que esté presente en lo que les rodea. Tampoco que los seres humanos hayan manipulado Su palabra y prefieren arrollar por ello todo lo que les suene a religión antes de pararse a distinguir. Eso sí, todos siguen apuntados en las “listas” del catolicismo, son bautizados, hacen su primera comunión (o pagan cantidades ingentes de dinero para que sus hijos las hagan puntualmente, a pesar de que digan no creer en nada o renieguen a diario de aquello que se supone deben suscribir en tal ceremonia), se casan por la iglesia (por lo bien que queda, en muchos casos, eso sí, sin misa ni nada que recuerde que la iglesia tiene alguna relación con contenidos religiosos) y culpan a Dios de todo lo que nos ocurre diariamente. Pura coherencia, vamos. Llegando al mismísimo “meollo” de la cuestión, parece que lo que hay de fondo es una renuncia total a la identidad real para sustituirla por una identidad que aparente, que vaya conforme a lo que se espera de nosotros dada la época en que vivimos.
Pues conste que España es hoy y seguirá siendo, le pese a quien le pese, un país de raíces cristianas, aunque a muchos no les guste. Yo no soy católica, pero sí cristiana, y creo que saber distinguir habla positivamente de quien lo hace, en este y en cualquier otro tema. Porque todo no es lo mismo, porque si para decir que no estoy de acuerdo con algo tengo que decir que no estoy de acuerdo con nada, resulta que en el proceso igual me quedo sin nada, de forma literal, sin capacidad de distinguir, ni matizar, sin identidad, que es lo que más me importa. Porque la identidad del hombre sin Dios no existe, porque somos hechura Suya, creados a Su imagen y semejanza, aunque reneguemos de Él. Porque es por personas con identidad propia que Cristo vino a nacer y morir. Ese es el signo de identidad del cristiano en Navidad y fuera de ella. Dios no nos pide que renunciemos a nuestra identidad. Al contrario, en Su plan de salvación se busca que recuperemos esa identidad, la que quedó distorsionada por el pecado y la que tantas veces estamos dispuestos a vender con tal de hacer tesoros en la tierra y no en el reino de los cielos.
En este tiempo en el que la identidad personal parece tener menos peso e importancia que nunca pensemos, por un momento, en cuántos de los problemas que nos aquejan hoy tienen que ver, probablemente, con una vaga e insuficiente defensa de nuestra identidad. Mi pensamiento hoy vuelve una y otra vez a las palabras del apóstol Pablo en
1ª Corintios 15:10, cuando decía “Por la gracia de Dios soy lo que soy y Su gracia no ha sido en vano para conmigo”. Ojalá nunca lo olvide. Ojalá nunca me venda.
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