Un hombre cualquiera

Llega a la esquina con la calle Potosí y mira, nervioso, a ambos lados antes de cruzar. Trata de obviar la sombra de la Catedral que se cierne sobre él, demandante e impertérrita. Tiene que detenerse, su corazón palpita tan rápido que le retumba en las sienes y le obnubila la mente. Saca del bolsillo interior de su chaqueta un pañuelo blanco y se seca la frente. Mira la Plaza Murillo, abarrotada de personas mayores y bebés, de palomas y vendedores de maíz, de heladeros y turistas que contemplan la estatua de Pedro Domingo Murillo, el prócer y libertador de la patria.

Suspira, parece que ha recobrado el aliento. Se encamina de nuevo hacia el Palacio Presidencial, sin pensar en las consecuencias de lo que se dispone a hacer, como si el mañana no contase y su pasado se fuese a borrar con aquel acto.

En un banco, dos mujeres conversan sobre la vida y su devenir.
- Y tu hijo el mayor ¿Cómo está?
- Mejor no podía estar, chica. Se ha comprometido con una joven de buena familia, estuvimos anoche en su casa para la pedida de mano y ¡No sabes qué casa! ¡Qué salón!
- Mil felicidades, así sí merece la pena casarse.

Ríen ambas. La de la derecha, saca un pequeño espejito del bolso y se mira algunas arrugas cerca de la comisura de los labios.

- ¿Y tu hija? Al final ¿Qué va a estudiar?
- Dice que maestra ¿Puedes creer? Yo le he dicho que ni hablar, que o una licenciatura o nada. Pero ella erre que erre, dice que es su vocación.
- Bobadas, hoy en día el que no es, al menos, licenciado, no es nadie.
- ¡Eso mismo le digo yo! Su padre se pone furioso cada vez que la oye repetir lo del magisterio, pero obviamente tendrá que obedecernos; a ver quién le va a pagar la carrera sino.
- Y eso que, con lo guapa que es, seguramente se case enseguida y no llegue ni a ejercer.
- Pero al menos tendrá el título colgado en el salón.
- Eso sí.

El hombre cruza a la acera del frente y coloca el maletín detrás de una farola. Le parece que uno de los soldados de la puerta le ha visto, pero no, tan solo ha sido una alucinación producida por la ansiedad. Por la calle anexa sube el coche del presidente, brillando cual azabache bajo el sol radiante. El hombre que podría parecer un funcionario, ya no lo parece tanto pues suda profusamente y tiene los ojos desencajados. Se afloja el nudo de la corbata mientras da varios pasos hacia atrás, rozando el muro de piedra con su chaqueta prestada. Tiene la mano metida en el bolsillo del pantalón, donde descansa el detonador. Sus dedos temblorosos lo buscan, se aferran a él sin remedio.

El coche se detiene al paso de unos viandantes. Pone el intermitente, gira y entra en la plaza. Los soldados saludan con un golpe de bota y la palma en la frente. El hombre se marea, parapetado en la sombra. Tiene que esperar a que el presidente descienda del vehículo, a que pise la acera. Cuando vea su cabeza, cuando se cierre la puerta tras de sí, entonces lo hará. Pero el dedo se resbala por la transpiración y, al coger de nuevo el detonador, lo activa accidentalmente. El estallido ensordecedor, el maletín hecho añicos. Humo y gritos, el caos reina en la plaza.

Una pareja de enamorados que pasaba por allí ha resultado herida. La muchacha, empapada, permanece inconsciente sobre la acera. Su novio, sin embargo, ya no conserva la forma humana y provoca alaridos de espanto en los presentes. Un anciano empuja con su bastón el brazo del muchacho y un pie y los apila junto a los restos del tronco, para después cubrirlos con su chaqueta. El presidente sale ileso del vehículo chamuscado, por suerte era blindado. La guardia ya corre y cerca la plaza, pero el hombre que dejó el maletín está lejos, descendiendo por la calle Colón, aturdido e impotente ante su fracaso.

- ¡Por Dios! ¡Qué desgracia!

Las mujeres se ponen de pie y se agarran del brazo, sin acertar a decidir si irse o quedarse. Una de ellas ve a los heridos y piensa, de repente, en lo pasajero de la vida, en lo superficial y lo eterno, en los sueños que siempre tuvo y jamás persiguió. Vuelve a sentarse, se le cae le bolso. Se recuerda joven, llena de ideales que casi ha olvidado. Su amiga comenta con un policía lo descontrolado que está el pueblo llano. Pero la señora del banco sigue ensimismada en sus pensamientos, tratando de recordar la última vez que se sintió desbordada de amor, de ira, de esperanza. Nada.

- Vámonos a casa.- Exclama su amiga.-Este agente cree que puede haber más bombas en la zona.
- ¿Y si la vida fuese algo más?
- ¿Cómo? – La pregunta la desconcierta.
- Me refiero ¿Y si es algo más de lo que siempre hemos creído? Uno puede pretender tener el futuro comprado y mira, de repente no somos dueños de nada, ni siquiera de nosotros mismos.
- Estas conmocionada.- Responde tajante.- Es mejor no pensar en esas cosas.
- Tienes razón… mejor ni pensarlo.