Una de las palabras que ha sido más usada en esta época del año es “sueños”. Es, de hecho, como si en las Navidades todos cambiáramos un poquito. Se olvidan las rencillas, aunque sea temporalmente, nos hacemos buenos propósitos y volvemos a depositar algo de fe en el ser humano, creyendo que lo que se ha dado en llamar el “Espíritu de la Navidad” tiene la capacidad para obrar en nosotros milagros que en otros momentos del año son simplemente impensables.
Es ahora cuando, vez tras vez, Navidad tras Navidad, las personas piensan en apadrinar niños del tercer mundo, sueñan con la paz, con un mundo mejor, con menos males sobre la Tierra que nos acoge, menos guerras, más cariño, más fraternidad… Las diferencias parecen minimizarse y todos parecemos más receptivos a fijarnos en lo que nos une y no en lo que nos separa. Luego, conforme van pasando los días, volvemos cada cual a nuestro ser. Con la cuesta de enero descubrimos que las cosas no son tan fáciles como las habíamos soñado y que imaginar está muy bien, pero que la realidad es otra cosa bien distinta y que, por cierto, tiene otro color que no es el rosa precisamente.
Es por ello que yo, aprovechando justamente estas fechas recientes, que me inclino ahora y no en otro momento a hacer la presente reflexión. Porque quizá estemos más receptivos también ahora a ciertas consideraciones que en cualquier otro momento del año y porque ahora algo alejados ya de estas fechas parecemos más incrédulos, más escépticos, más dados a creer sólo en lo que vemos y, a veces, ni siquiera en eso.
Voy a detenerme en soñar un rato, así, “en voz alta”, públicamente, y animo a quien lee estas líneas a que lo haga conmigo. Y es que si soñando, soñando, pudiera soñar a mi gusto todo lo que quisiera, me gustaría imaginarme un entorno diferente a este en el que vivimos, sin duda, y me pregunto cómo sería ese mundo…- ¿Qué sería de nosotros y de nuestro entorno si las personas albergáramos dentro mejores sentimientos que los que normalmente nos distinguen? ¿Cómo serían nuestras relaciones con los demás si el egoísmo no existiera, si el otro fuera tan importante como nosotros para nosotros mismos? ¿Nos imaginamos las implicaciones que tendría que esto ocurriera en cada una de las personas que pueblan la Tierra? ¿No nos da un poco de vértigo pensar en qué sucedería si, cada vez que nos dirigiéramos a otro lo hiciéramos de manera honesta, combinando la verdad con el amor? ¿Cómo sería la vida si lo que más nos importara fuera servir a los demás y buscar el bien común? ¿Cómo sería nuestra cotidianeidad si, al salir a la calle y encontrarnos con algún percance, tuviéramos la plena seguridad de que cualquiera de los transeúntes de nuestras calles estaría dispuesto a ofrecernos su ayuda raudo y veloz, sin pedir nada a cambio? ¿Podemos imaginar lo que sería no tener que dudar de las personas cuando se nos acercan por la calle, a veces para pedir, simplemente, una indicación? ¿O tal vez lo que supondría encontrarnos con una cara amable cada vez que nos topamos con un vecino?
- ¿Podemos vislumbrar, quizá sólo en nuestra mente, menos familias rotas, menos matrimonios divididos, menos infidelidad, traición o indiferencia en nuestros hogares? ¿Sería posible un mundo en el que, cuando escogemos a la persona con la cual vivir ésta nos quisiera tanto que, a pesar de las dificultades y los avatares de la vida, a pesar de los propios sentimientos, pudiéramos tener siempre la plena certidumbre de que ese amor nunca se apagará, que las promesas que un día se hicieron trascienden las circunstancias y los males que la propia existencia trae?
- ¿Y qué hay de nosotros mismos? ¿Podemos pensar, siquiera, en la remota posibilidad de poder poner la mano en el fuego incluso por nosotros mismos, que nuestro sí fuera sí y nuestro no fuera no? ¿Qué cambios traería a nuestra vida que no existiesen los malentendidos porque tampoco existieran las suspicacias, las sospechas de que el otro pudiera poner antes “sus dientes que sus parientes”? ¿Cómo sería afrontar la vida con el coraje que tiene vivir desde la sinceridad y la honestidad, la transparencia y la claridad, el amor al otro y la entrega por encima de todo, aún de nuestros propios deseos y egoísmos? ¿Cómo serían las relaciones si no pensáramos tan a menudo que “todo lo que digamos puede ser usado en nuestra contra”? ¿Qué sentiríamos si pudiéramos entregarnos a los demás sin reservas sabiendo que nadie traicionará nuestras buenas intenciones? ¿Sería viable pensar en que seamos lo suficientemente buenos como para olvidar los males y las ofensas pasados, no teniéndolos en cuenta nunca más?
- ¿Podemos soñar con un entorno familiar para los niños en que éstos no fueran usados como arma arrojadiza con fines partidistas de cada uno de los progenitores? ¿Cómo funcionarían nuestros hogares desde el deseo sincero de amarnos, de protegernos, de sustentarnos? ¿Qué pasaría en nuestros entornos si todos, padres e hijos, trabajaran en una única línea, esta es, la del beneficio común y solidario también con el entorno que las rodea, creando un edificio social en el que cada uno de sus ladrillos funciona adecuadamente cumpliendo el cometido para el que allí fueron colocados?
- ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos que lamentarnos de nuestro pasado, de lo que sufrimos o vivimos en manos de otros que, quizá lo hicieron lo mejor que pudieron, pero no acertaron? ¿Nos imaginamos un mundo sin reproches, sin malas caras, sin partidismos o corporativismos? ¿Qué ocurriría, más en los tiempos que corren, si fuéramos capaces de superar las ideologías personales o grupales y trascendiéramos esas limitaciones en busca del bien común? ¿Cómo sería la política, la sociedad, la familia y el individuo de nuestro tiempo si alguno de estos sueños se cumpliera? ¿En qué se convertiría nuestro mundo, en definitiva?
La Biblia, como tantas otras veces, tiene respuestas para esto también.
Eso con lo que muchos soñamos, no sólo en estas fechas, sino a lo largo de todo el año, fue el propósito con el que Dios creó el mundo en que vivimos. Nos hizo con un diseño que permitiera todo esto y más. Nos hizo libres y limpios de todo aquello que enrarece y malogra los buenos deseos y sueños, navideños éstos o no. El pecado está en el origen de todo aquello que no funciona alrededor nuestro, y si lo analizamos aún más detenidamente, nos daremos cuenta de que reside justo en el centro del corazón del hombre. El pecado no es ni más ni menos que vivir de espaldas a Dios. Cuando Él, en Su sabiduría, le dio leyes y pautas a los hombres para dirigirse en la vida, lo hizo en la conciencia de que aquello era lo verdaderamente bueno para nosotros. Pero también nos hizo seres libres y en esa libertad y autosuficiencia mal entendidas, tomamos decisiones que aún en el día de hoy seguimos pagando.
Soñar es gratis, pero el precio por el cual hubo de comprársenos a causa de nuestras transgresiones no lo fue. Ese precio fue de sangre, sangre derramada en una cruz en rescate por muchos que, aún a día de hoy, soñando tal vez en lo que pudiera haber sido y no fue, se acercan a esa cruz y caen de rodillas suplicando perdón de pecados. Dios hubo de encarnarse, convertirse en un niño de pecho, vivir humildemente entre nosotros, pecadores, aunque manteniéndose Él en todo momento sin pecado, completamente hombre, pero completamente Dios a la vez. Hubo de resistir todo tipo de tentación y ultraje, asumir calladamente la violencia y el desprecio de sus torturadores y verdugos, entre los cuales, amigo mío, estábamos tú y yo. Porque fue por tu pecado y el mío que Él tuvo que darse, sin mancha como era, para que fuera depositada sobre Él toda la ira de un Dios que nos ama profundamente, pero que no puede tolerar el pecado.
Esa llegada a esta Tierra, la que marcaba el inicio de la vida de Jesús aquí, daba lugar también a la posibilidad real de una nueva vida para ti y para mí más allá de las fronteras de este mundo y este cuerpo. Es esa justamente la que celebramos y recordamos en estas fechas. Ese y no otro debería ser el motivo de nuestra reflexión en Navidad y no sólo en Navidad, sino a lo largo de los pocos o muchos días que se nos concede vivir. Disfrutemos de la familia, las fechas, los turrones, las ilusiones y las promesas de cambio. Pero no perdamos nunca de vista lo que la Navidad trajo a nosotros: natividad, nacimiento, la llegada a esta Tierra del que cambiaría al mundo, el que lo gobernará un día a la vista de todo hombre y ante el cual toda rodilla se doblará y postrará reconociéndole, no ya como una criatura de pecho a la que se le negaba incluso un mesón para dormir, sino como el Rey de Reyes y el Señor de Señores desde la eternidad y por toda la eternidad.
¿Puedes soñar con una vida distinta, un futuro libre de dolor y desengaños, en que Él enjugará toda lágrima de los ojos de los hombres, en que ya no habrá penas ni enfermedad? Esa vida es posible. No lo es por nuestros medios, pero sí por los de Aquel que dio Su vida en rescate por muchos. Y a ese sueño se accede gratis. El precio lo pagó Él. A nosotros nos resta aceptarlo.
(*) Este artículo debió salir publicado el pasado domingo 2 de enero. Debido a las fechas tan especiales de vacaciones, nos fue imposible publicar ningún artículo ese domingo.
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