(Es probable que las muchachas hayan recibido clases ad hoc en alguna academia del barrio alto de Sodoma.)
Sí. ¡Cómo cuesta salir de Sodoma! La que describe el Génesis como las modernas, las de hoy. Estas, como la otra, siguen atrayendo a las gentes como la luz de la vela a la polilla. Todos los caminos conducen a ellas y los que los transitan lo hacen con la esperanza que allí encontrarán mejores condiciones de vida que las que dejaron atrás. Siempre los oropeles y las cuentas de vidrios de colores se ofrecen más atractivos que los bienes que de verdad valen y que se encuentran en los pueblos pequeños o en la bucólica calma de los campos. Pero el sistema socio económico imperante, con toda su parafernalia propagandística, no deja de pregonar que lo que ellos ofrecen no se puede comparar con nada. Y es así como han ido surgiendo los cinturones de miseria con casuchas forradas con plástico y techadas con cartones recogidos de la calle, sin agua corriente, sin servicios higiénicos y, por supuesto, sin calefacción para los días de crudo invierno. La delincuencia que se hace cada vez más alarmante y las diferencias sociales determinadas por la capacidad económica de cada uno hacen cada vez más grande la diferencia entre ricos y pobres; entre los que tienen algo y los que no tiene nada; entre los que vislumbran alguna luz de esperanza en su futuro y quienes solo ven oscuridad, pobreza extrema y postergaciones al final del túnel.
A los delincuentes los fabrica el sistema, el mismo que una vez que los lanza a la calle, los persigue, los captura, los mete presos o sencillamente los mata. Mientras tanto, el semillero sigue produciendo nuevos contingentes que indefectiblemente seguirán los pasos de sus mayores. Este es un ciclo que no se detiene aunque los medios masivos pregonen que estamos mejor que nunca. Los hacinamientos discriminados en los barrios de tercera y cuarta categoría de nuestras elegantes capitales son el caldo de cultivo para la producción en serie de asaltantes, traficantes de droga en menor cuantía, ladrones en pequeño que se especializan en arrebatarle la gargantilla a una mujer desprevenida para venderla por unas cuantas monedas. (Las fábricas de delincuentes de cuello blanco están en otros lugares y aunque trabajan con los mismos materiales, su modus operandi es sofisticado y pasa casi inadvertido.)
Venimos llegando de Chile. Y estuvimos parte del tiempo en Santiago que, con sus casi 7 millones de habitantes, concentra el 40% de la población del país. Sí. Estuvimos en Santiago aunque no llegamos a visitar el Santiago 1-A, tampoco el 3-C ni el 4-D. Porque todas las grandes ciudades podrían dividirse más o menos de esta forma. Santiago 1-B, un poco menos que el Santiago 1-A, es hermoso, elegante, autos modernos, edificios a todo lujo, comercios al estilo Nueva York, Paris o Londres. Jardines bien cuidados, calles limpias. Todo un primor. El Santiago 3-B ya es otra cosa: vendedores ambulantes por todos lados, un enjambre de vehículos de la locomoción colectiva atestados de pasajeros, perros callejeros del más variado pelaje, parques descuidados, basura sin recoger. Del Santiago 4 en adelante nos recomendaron mejor no aventurarse si queríamos seguir con vida.
Todo el mundo quiere llegar a Santiago sin importar en cual nivel les corresponderá vivir. ¿Y salir de allí? Ni pensarlo. ¡Cómo vamos a dejar los impresionantes «moles» (
malls), el fútbol, el Paseo Ahumada o la Plaza Italia todo lo cual es «tan nuestro» aunque los medios de que disponemos nos alcancen apenas para verlos de lejos? ¿Dejar el Metro? ¡Jamás! Tan lindo que se va poniendo a medida que lo extienden con nuevos recorridos no importa que a las horas
pick vayan metidos doscientos en un vagón hecho para albergar a cien.
No. Es cierto que Sodoma había alcanzado niveles extremos en cuanto a depravación sexual. Pero sin duda que no solo era eso. Los malls, los Metro, los supermercados, las megatiendas, las tarjetas de crédito, los cines, el fútbol, el palacio de gobierno, las avenidas, los restaurantes de lujo y los canales de televisión con su propaganda ¡tan divina! eran algo que no se podía dejar así como así. Por eso seguramente fue que a los ángeles les costó tanto sacar de allí a Lot, a su esposa y a sus dos hijas.
Veníamos viajando doña Cire y yo en un bus de servicio interestatal común y corriente. ¿Lugar de salida? Concepción. ¿Lugar de arribo? Santiago. Casi 500 kilómetros. A mitad del camino subió un hombre joven, con su esposa y tres hijos pequeños. José Albornoz, Cristina Dalila y los niños. Ya daré el nombre de éstos. Gente humilde, sencilla. Se instalaron en los dos últimos asientos del bus. De pronto, en un recorrido que se me ocurrió hacer como para estirar las piernas, me encuentro con Cristina Dalila leyendo concentradísima. Siendo quien soy respecto de libros, quise saber qué leía. ¿Recuerdan que alguna vez les conté que en una calle del centro de Lima un vendedor callejero ofrecía a los transeúntes pequeñas tijeras, cortaúñas, espejitos, lápices y un cuantuai de otras cosas? ¿Y que, ante su humilde mesa donde exhibía sus productos leía un libro? ¿Y que cuando me acerqué para ver qué leía me encontré con que leía
Los miserables, de Victor Hugo? ¿Recuerdan? Pues esta vez hice lo mismo.
Me acerqué y comprobé que Cristina leía la Biblia. Le hablé. «¿Leyendo la Biblia, eh?» «Sí», me dijo. Y me indicó a su esposo que venía en otro asiento. También leía su propia Biblia. Nos saludamos eufóricos al reconocernos cristianos (algo así debe de haber ocurrido en los tiempos de Nerón, en la antigua Roma). Platicamos. A poco andar me di cuenta de dos o tres características de José: Una, que era un creyente fiel, entusiasta, maduro y sincero; dos, que amaba las Escrituras y meditaba en ellas de día y de noche; y tres, que sin tener un título ministerial, es un evangelizador incansable. Ah. Y una cuarta cosa: Si bien actualmente vive en Santiago, ha decidido con su esposa salir de Sodoma; digo, de Santiago, e irse a vivir a un pueblo pequeño y sencillo más al sur. ¿La razón? Sacar a sus hijos de la mala influencia de la capital. «Quiero preservar la vida espiritual de mis hijos», me dijo. «Además, el lugar a donde vamos tiene una gran necesidad del Evangelio y allí quiero servir».
Luego de jugar un rato con los niños, le pregunté cómo se llamaban. La información que me dio no dejó de sorprenderme. El mayor, de 5 años, se llama Santiago Otoniel Abiú; el que sigue, de 4, se llama Enoc Abraham Jeremías; y el pequeño, Emmanuel Israel Elías. Como para no dudar de la seriedad con que ha abrazado la fe.
Víctima de la mala influencia del ambiente capitalino, intentó cinco veces quitarse la vida cuando aun no conocía al Señor. Esa es una de las razones poderosas porque quiera salir de Santiago y sacar a sus hijos de allí.
Pero eso no es todo. Hasta ese momento, yo había tenido contacto con un ser humano, tan humano como yo no obstante ser un creyente de una integridad a flor de piel. Cuando llegamos a Santiago, este José Albornoz se transformó en un ángel. Sí. Así como lo lee. Teníamos que bajar nuestro equipaje y ver cómo nos movilizábamos hasta el lugar donde nos hospedábamos, a unos 30 o más kilómetros de la terminal. Las maletas eran pesadas. Gran parte del trabajo agobiante me correspondería nuevamente a mí. Pero nuestro ángel, de un segundo para otro, se hizo cargo del problema al que nos enfrentábamos. Le sugerimos que viajaríamos en el Metro. «Con este equipaje no pueden viajar en el Metro», nos dijo. «Tendrán que hacerlo en taxi». Viajar en taxi significaba una cantidad de dinero que casi no teníamos. «Le voy a proponer algo pero no quiero que me lo rechace», me dijo. Adivinando lo que venía, le dije: «Desde ya se lo rechazo». Volvimos a donde nuestras esposas y los tres niños nos esperaban, le dijo a su esposa que esperara allí, tomó las maletas y me dijo: «Vamos a buscar un taxi». Lo seguimos. Llegamos. Habló con el taxista, le explicó a dónde nos dirigíamos, el taxista entendió, entre los dos subieron nuestro equipaje y luego echó mano a su billetera, sacó 15 mil pesos (unos 30 dólares) y me los quiso entregar. Mi esposa se opuso. «Acéptelos», le dijo, «porque si yo tuviera que devolverle al Señor todo lo que Él me ha dado, no tendría cómo».
Lo recibimos como una ofrenda de amor hecha con la sinceridad de un corazón consagrado a Cristo, nos despedimos con un abrazo y nos fuimos. Quizás nunca volvamos a ver ni al hermano José Albornoz ni al ángel en quien se transformó cuando más lo necesitábamos. Pero la experiencia tenida arriba de ese bus interestatal, nunca se olvidará, además que sin duda ya está debidamente registrada en los libros correspondientes en el cielo.
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