Su cabeza parda giraba buscándoles en la plaza, con movimientos rápidos y cortos, como de pestañeo. De la calle Comercio llegaban decenas de viandantes, deteniéndose en la esquina del Museo Nacional de Arte. Bocinas, un tráfico endemoniado. A lo lejos, un vocero anunciaba el recorrido de su autobús destartalado. Los músicos, embutidos en sus uniformes grises, comenzaron a ocupar su sitio cerca del pedestal. Con parsimonia, como si la prisa no le incumbiese, sus manos morenas desenfundaban los instrumentos que enseguida tendrían voz. Algunas señoras de abrigo largo se situaron alrededor del conjunto, comentando entre ellas, mirando de soslayo el reloj. Las piezas comenzaron entonces a brotar, una tras otra.
- Ahí está el Ministro de Hacienda.- Susurró Pedro Domingo, con temor a ser escuchado.- A ver cuánto dura éste.
El palomo asintió y avanzó unos centímetros sobre el hombro pétreo de su compañero.
- Tampoco vienen por la Sucre.- Suspiró.- Quizás ni aparezcan.
El Ministro saludó con un “Buenos días, señores” a los soldados Colorados que cercaban la puerta del Palacio de Gobierno. Estos, conminados a salvaguardar la integridad del gobierno, golpearon el suelo con sus botas, impetuosamente, al paso de la autoridad. Ni siquiera le miraron.
- Tiene mala cara el Ministro.- Comentó el palomo.- Entran tensos y salen como relajados.- Su interlocutor sonrió.- Mañana hay pleno en el Congreso, tendremos un buen desfile.
- Hace frío, ché.- Exclamó la estatua del Libertador.- Me cala hondo.
- ¿Hasta dónde? ¿Hasta los huesos?- Rió el ave burlona.
La efigie de Pedro Domingo Murillo no contestó, su silencio se meció entre ellos, incómodo.
- Lo siento.- Dijo el palomo. De nuevo sin respuesta.- Si al menos aparecieran…
- ¡Ahí están!- gritó Pedro Domingo.- ¡Y vienen de la mano!
- ¡Por fin se arreglaron!- La alegría desmedida de ambos pasó desapercibida para las vendedoras e infantes de la plaza.
La muchacha soltó la mano de su pretendiente y compró una bolsa de maíz. Se sentaron en uno de los bancos verdes, desvencijados, rebozados de glúteos de vagos, exhaustos y novios. Ella comenzó a esparcir los granos amarillos sobre el pavimento, en espera de que acudieran las palomas, mientras él trataba de robarle un beso.
- La adoro.- Confesó el palomo.
- Ya no hace tanto frío.- Sonrió la estatua.
Ensimismados, les observaron durante más de una hora. Escucharon sus confidencias, casi sintieron sus caricias. La Catedral de Nuestra Señora de La Paz les dio la hora, había acabado la misa. Cientos de palomas volaron a refugiarse en sus cornisas cuando se hubieron encendido las farolas. La luz tenue de la electricidad tiñó entonces el reducto histórico del amarillo oscuro de las paredes en penumbra. Poco a poco la gente comenzó a marcharse, los cláxones se disiparon, todo porque la estampida del tiempo había pasado, barriendo las intenciones.
- Esta tarde su mamá le dio más permiso.- Puntualizó el pájaro.
- Calla, no rompas la magia.
Los novios también se disponían a irse, sus últimos besos eran entonces más largos, más apasionados por tener menos testigos. No querían soltarse las manos, despedirse del alma, teniendo por delante una noche más, el uno sin el otro. Quedaron en verse la tarde siguiente, en su banco, en su esquina de la plaza.
- Ha sido una buena terapia.- Sentenció Murillo.
- ¡El psicoanálisis del amor, compadre!- Se despidió el palomo.
Y se alejó aleteando, perdiéndose entre la sombra arrugada del campanario. Aquella noche, el molde del hombre que un día dio el primer grito libertario de Bolivia, se sintió algo más vivo. Sintió que sus pies de piedra y su pecho de bronce se reblandecían como la piel de todo lo que vale la pena.
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