Es posible que alguien con “cosas” por arreglar lo haga en privado, lo cual puede estar o no de acuerdo con lo que nos enseñaron sacerdotes, pastores o misioneros, nuestros guías espirituales y formadores del carácter.
Hace poco me referí a la partida de este mundo de una misionera que, cuando gozaba de una salud exuberante,
adhirió alborozada al golpe militar chileno que dejó miles de muertos y desaparecidos, que destruyó hogares y familias y que puso a Chile al mismo nivel del más lamentable de los países violadores de los derechos humanos. En medio de su alborozo me escribió para decirme, entre otras cosas, que en su próximo viaje a los Estados Unidos no descansaría promoviendo «la bendita intervención de los militares». Antes había muerto su esposo quien se distinguió no solo por ser un adherente furioso a la canalla uniformada, sino que contribuyó, con su palabra y su actitud, a dar visos de legalidad a algo absolutamente ilegal, inmoral y anticristiano. Otros misioneros y pastores han ido muriendo y, hasta donde llega mi conocimiento, ninguno de ellos ha hecho intentos por disculparse, menos pedir perdón, como lo han hecho autoridades civiles, militares y religiosas.
A partir de marzo de 1973 y hasta el 11 de septiembre de ese año se fueron creando artificialmente las condiciones para que los militares dieran el golpe que dieron. Al silenciar todos los medios de comunicación masiva que pudieron haberse opuesto a ellos, se empezó a escuchar en Chile una sola voz. Para un pueblo ingenuo, crédulo y desinformado, era fácil convencerse que los militares, con el apoyo de los partidos afines desde la Democracia Cristiana hasta la extrema derecha, habían salvado a Chile. Y que los atropellos a los derechos ciudadanos eran, después de todo, el mal menor. En aquel entonces, no se hablaba de «golpe» sino de «pronunciamiento» militar. ¡Vaya eufemismo!
Pero ha pasado el tiempo y, poco a poco, los medios nacionales e internacionales y la gente en general, se han venido acostumbrando a llamar a las cosas por su nombre. Ya nadie pone en duda que lo de septiembre de 1973 fue una matanza con premeditación, alevosía y en descampado.
Pinochet ya no es el capitán general (título que él mismo se regaló) sino que es el dictador y asesino a quien menos y menos chilenos quieren recordar. Y asesinos son todos los que ejecutaron sus órdenes. Y cómplices los que aprobaron, aplaudiendo, callando o mirando para otro lado. Hoy ya nadie se preocupa de tratar de tapar el sol con un dedo. Sin embargo, seguimos partiendo de este mundo sin disculparnos por haber participado o apoyado aquella matanza. Y cuando hablo de matanza no solo hablo de matanza de personas sino de todos aquellos valores que Chile había venido construyendo, poco a poco, mediante gobiernos democráticamente elegidos. Buenos, regulares o malos, pero democráticamente elegidos.
El 24 de noviembre de 2010; es decir, hace solo dos días, murió en Santiago un cura emblemático que, pese a provenir de una familia de rancio abolengo, los Aldunate, «se la jugó por Chile», Monseñor Sergio Valech Aldunate. Tenía 83 años.
En el contexto de lo que hemos dicho hasta ahora en este artículo, él no tuvo necesidad de pedir perdón o, como alguna vez escribí refiriéndome a mí mismo, si de algo quizás tengamos que responder ante Dios sea el no haber hecho más en defensa del pobre, del exonerado, del perseguido, del indefenso, del encarcelado, del torturado, del desaparecido, del ejecutado.
La Iglesia Católica, a raíz del golpe militar, se dividió en dos grandes facciones. (*) Una, de apoyo a los golpistas y otra, de oposición a ellos. En el primer grupo hubo muchos, pero destacó el tristemente famoso «cura Hazbún» quien antes y durante el golpe fue el vocero oficioso y activista antidemocrático incansable de la sedición. Por el grupo de los opositores, destacaron el cardenal Raúl Silva Henriquez, ya fallecido, y monseñor Sergio Valech Aldunate. (Entre los evangélicos, el abogado y sociólogo Humberto Lagos Schufenegger y el obispo luterano Helmuth Frenz.)
Mientras el cura Hazbún y sus seguidores usaban el púlpito para bendecir a los golpistas, el cardenal Silva Henriquez solicitaba, y obtenía, del Papa Pablo VI la autorización para crear la Vicaría de la Solidaridad.
Monseñor Valech Aldunate fue, entre los años 1978 y 1992, Vicario ejecutivo de este brazo de la iglesia al que ahora era más difícil doblarle la mano como lo habían hecho los militares con el movimiento anterior, el Comité de Cooperación para la Paz en Chile, conocido como Comité Pro Paz que murió, también por estrangulamiento provocado por manos militares, en 1975 después de dos escasos años de existencia.
La Vicaría de la Solidaridad no solo defendió a los torturados, a los cesantes y exonerados, a los presos y a los relegados, no solo ayudó a buscar a los desaparecidos sino que también denunció la represión, fomentó la creación para la subsistencia de ollas comunes en las ciudades y en los campos y capacitó a los miles de pobladores que fueron despedidos de sus trabajos por razones de tipo político.
Los “omnipotentes” militares intentaron, por todos los medios, hacer que monseñor Valech desistiera de su postura anti golpe y, de paso, les entregara información privilegiada que, de haberla logrado, habría acrecentado las persecuciones y las matanzas. Sus convicciones personales, su forma de ver la vida y de entender su función sacerdotal, su horrorizada visión de lo que estaba ocurriendo en Chile lo hicieron resistir todo intento de doblegación.
Con motivo del cuarto aniversario de la muerte de José Manuel Parada, jefe del Departamento de Análisis de la Vicaría de Solidaridad y cuyo cuerpo apareció, al día siguiente, junto a otros dos ciudadanos, Santiago Nattino y Manuel Guerrero, los tres degollados, monseñor
Valech Aldunate dijo: «La impunidad de los crímenes es también una situación grave desde el punto de vista evangélico. Para la iglesia, aquellos constituyen un pecado; es decir, un acto que atenta contra el orden querido por Dios, cuyo mandamiento, “no matarás” es de carácter absoluto».
Si todos los creyentes, o a lo menos “unos pocos más” entendiéramos las implicaciones de la impunidad como lo plantea monseñor Valech en la cita que acabamos de hacer, estaríamos más cerca de darle el verdadero sentido a las palabras de Jesús cuando dijo: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis».
Y en cuanto a monseñor Valech expreso aquí mi reconocimiento y sin duda el de muchos por la integridad y valentía con que supo asumir su ministerio de guía de almas y defensor de los más débiles en tiempos en que era más cómodo hacer causa común con los usurpadores.
(*) La evangélica, fiel a su formación y a la ideología plantada por sus mentores, se mantuvo casi en un 100 por ciento apoyando el golpe. Solo pequeños brotes de disensión, por aquí y por allá lo cual no fue óbice para que igual se registraran arrestos arbitrarios, pastores despojados de sus iglesias, encarcelamientos, delaciones y muertes.
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