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Somos mucho más que el tiempo que nos queda

El mundo da muchas vueltas, qué duda cabe. Hoy tal vez estamos aquí y mañana podemos estar en cualquier otro lugar o, simplemente, no estar. Es más, ni siquiera hace falta ir tan lejos, pensar en el día de mañana. Dentro de un “simple” pero, a la vez, complejo segundo las cosas pueden haber cambiado tanto que no seamos ni siquiera capaces de concebirlo anticipadamente. Nos da tanto miedo, que preferimos, en el fondo, vivir ajenos a esa realidad terrible que es el tiempo limitado.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 30 DE OCTUBRE DE 2010 22:00 h

Hace sólo unos días todos los noticieros iniciaban la semana lamentándose por un complicado fin de semana en lo que a víctimas de tráfico se refiere. Múltiples accidentes, varios con motoristas implicados, otros relacionados con atropellos y, sin duda, uno de los más dramáticos y conmovedores a la par que resquebrajantes, el de una mujer embarazada de nueve meses que era arrollada por un vehículo en una localidad madrileña y fallecía sin que se hubiera podido hacer nada por ella, aunque sí por su bebé. Lo que inicialmente era una mezcla de tragedia, pero también de esperanza, se fue complicando hasta terminar en la desgracia añadida de que tampoco se hubiera podido hacer nada por el bebé, que fallecía horas después. No sabemos qué hubiera sido de la vida de ese niño viniendo al mundo en una situación tan desventajosa. Tampoco podemos ni imaginar el dolor para su familia. Pero, por alguna razón, los acontecimientos de dieron en esta dirección y no en otra y nos mostraban la cara más amarga e incomprensible de la vida.

Paralelamente, todos los medios estaban pendientes de otro parte médico, el del profesor Neyra, hospitalizado por un trombo cerebral y, paradojas de la vida, ingresado dos días después de que el supuesto agresor de la pelea en que Neyra había mediado meses antes hubiera sido encontrado muerto, probablemente, a raíz de una sobredosis. ¡Qué vueltas da la vida! Sin duda y como reza el tópico, la realidad supera con creces nuestra imaginación, por muy florida que ésta sea y ni en los guiones más rebuscados hubiéramos podido imaginar que esta situación se diera de esta forma, pero así son las cosas.

Horas después, y ya de vuelta en casa, abría mi bandeja de correo electrónico. Recibía un mensaje de ánimo de una persona a la que aprecio y admiro especialmente. Pero el empuje que recibí con sus palabras quedó ensombrecido por una frase que reza como lema en sus correos. Para quien la lea desde un prisma puramente humano, puede ser una inteligente consigna de vida, un planteamiento filosófico profundo y hasta riguroso. A mí, sin embargo, con la carga emocional que arrastraba después de unas horas de escuchar las malas noticias antes mencionadas en la radio, se me antojaba ridícula, simplista y, principalmente, falsa. La sentencia era tajante: “Somos el tiempo que nos queda”.

La pregunta que saltó en mi cabeza como si fuera un resorte fue muy directa: ¿Sólo somos eso? Las personas que tristemente eran protagonistas de las amargas noticias de la mañana, ¿sólo eran el tiempo que les quedaba? Perdónenme los que puedan sentirse ampliamente satisfechos por tal reducción a mínimos, pero yo, en conciencia, no puedo estar de acuerdo.

Esa mañana, al margen del tiempo que les quedara, la mamá embarazada y su bebé no nacido aún eran dos personas que formaban parte a su vez de la vida de otras personas, seres con un tiempo por delante, sí, pero con tiempo a sus espaldas, mucho o poco según el caso y con toda una serie de elementos y lazos vitales más allá del tiempo mismo. En el momento de morir, esa madre era víctima de un atropello y no dejó de existir simplemente por el hecho de desaparecer de la vida tal y como la entendemos a veces, tan escueta y tan reducida al absurdo necesario del simple hecho de respirar. Su vida no se acababa en el momento del atropello sin más, y si no, que le pregunten a sus familias, para las cuales ella era mucho más que ese tiempo que, sorpresivamente, le quedaba. Seguirá siéndolo, aún cuando ellos, nosotros, desde nuestros sentidos no podamos percibirla. Lo que eres no se borra de un plumazo simple y llanamente por el hecho de morirte.

Su hijo, rescatado de la situación de muerte inequívoca a la que estaba abocado de
 
permanecer en el vientre de su madre muerta, se convertía en un niño huérfano y desamparado de la figura fundamental de su madre, al margen de todo el tiempo que pudiera quedarle por delante, que prometía ser mucho por su edad, aunque no tanto por sus circunstancias, como luego se comprobó. Probablemente era mucho más que eso: encarnaba las expectativas y el poco consuelo que a la familia pudiera quedarle tras la desgracia de la pérdida de su mamá atropellada. Con las horas, ya sin tiempo por delante, dejaba de ser, según el hombre lo entiende, para empezar a ser vivido y sentido, no por su presencia, sino por su ausencia. Para los que le lloran, ese bebé es y será mucho más, sin duda, que el tiempo que tenía por delante.

¿Y qué decir de Neyra, o de Antonio Puerta? Ambos personas que, al margen de cuánto tiempo tengan o tuvieran por delante eran conocidos por los suyos y los no suyos por sus éxitos y sus fracasos, por sus luces y sus sombras, con sus virtudes y faltas. Pero, sin duda, por mucho más que una simple dosis de tiempo. A la luz de este tipo de afirmaciones podemos comprender algo más cuán sujetos estamos al parámetro temporal, pero nunca reducidos a él. Es cierto que pasamos nuestros días mirando al reloj, programando nuestras vidas en función de un horario, anhelando el minuto siguiente para dejar de prestar atención al que tenemos presente, por razones que parecen estar absolutamente ligadas a nuestra esencia, como si no pudiéramos vivir de otra manera. Y es que, de hecho, no podemos hacerlo tan fácilmente a efectos prácticos. Nuestras vidas cotidianas vienen marcadas por el Sol y sus tiempos, por las cosechas y sus tiempos, al igual que nuestro descanso, sueño y vigilia, viene marcado por relojes internos, más allá de nuestra conciencia de ellos.

Hay un tiempo para todo y es así también en función del propio tiempo, que parece retroalimentarse: cuanto más tiempo pasa, más edad tenemos, más capacitados podemos estar para ciertas cosas pero, a la vez, menos tiempo nos queda para realizarlas y disfrutarlas. Si algo aprendemos desde el mismo momento de nuestra llegada a este mundo es que nuestro tiempo se acaba. Pero ese es y ahí está, precisamente, el verdadero impacto para el hombre: este no es el concepto de tiempo que Dios tiene. Por eso no podemos (y creo, no debemos) resignarnos a asumir que somos simplemente el tiempo que nos queda. Nuestra esencia, lo que somos aun sin entenderlo, trasciende con mucho nuestros años de vida aquí.

Efectivamente, confirmamos con cada uno de nuestros pasos que somos seres finitos, pero sólo desde el punto de vista de la existencia aquí porque, en realidad, Dios puso eternidad en el corazón del hombre (Eclesiastés 3:11). Dios tiene una concepción completamente diferente del tiempo. Para Él, éste no es ni supone un límite para ninguno de sus planes o actuaciones. Es más, pareciera que cuando Dios se expresa en términos temporales lo hace como forma de comunicarse con el hombre, no como un medio que Él necesite o entienda en la manera que lo usamos nosotros. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el que es, el que era y el que ha de venir (Apocalipsis 1:8). Para él un día es como mil años y mil años como un día (Salmos 90:4).

Para los que le conocen, a su vez, existe una nueva y diferente comprensión del tiempo, afortunadamente, en la que somos mucho, mucho, más que el tiempo que nos queda. Somos Sus criaturas, formados para tener una relación de carácter eterno con Él. Para la tal persona, la que llega a concebir su tiempo con dimensiones eternas, el valor del reloj es también diferente. Al creyente le resulta más beneficioso pasar un día en los atrios de su Dios que mil fuera de ellos (Salmo 84:10). Reconoce que el control y programación de su tiempo está en manos del que lo trasciende, del que tiene la potestad de hacer con él y sobre él según Su designio, que no es el nuestro, más ligado a nuestra necesidad de control que a un poder real para controlar cada minuto de nuestra vida.

Qué llamativo resulta darse cuenta de que, a pesar de haber recibido de Dios el mayor de los regalos, una de las cosas que el hombre más anhela en la vida, que es prolongar su tiempo y sus días sobre la tierra, la eternidad, resulta la frustración más grande para el ser humano por no poder alcanzarla por sus medios. Dios, evidentemente y como Dios que es, establece sus propias normas y formas de alcanzar estos presentes relacionados con el tiempo. En el primer caso, su condición es la obediencia y el temor del Señor. En el segundo, reconocer en Cristo al Señor y Salvador cuya obra trasciende los tiempos para alcanzar a muchos hoy en día y en el tiempo futuro, incluso años después de Su sacrificio en la cruz por nosotros.

¿Podremos, desde nuestro orgullo y nuestro afán por controlar el tiempo, soportar estas condiciones y rendirnos a la realidad de un Dios con tiempos distintos, de uno al que le importamos y le suponemos mucho más que, simplemente, el tiempo que nos queda?
 

 


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