- ¡Lo siento, doña Cándida!- Exclamé con un hilo de voz.- Pero a esta hora es casi imposible sentarse.
Allí estábamos los tres vejestorios, con sendas bolsas de migas de pan para engordar a las palomas. El sol de medio día bañaba nuestras manos encalladas y repletas de manchas, hacía calor, pero nadie osaba a despojarse de sus boinas y bufandas pues el fantasma de la gripe resultaba más que terrorífico. Don Pablo tosía y a ratos canturreaba Zarzuelas; don Braulio dormitaba y yo continuaba relamiéndome en la dulce victoria de haber ganado el sitio, mientras doña Cándida remoloneaba, ávida de que alguno de los otros ocupantes se pusiese en pié.
Pasó entonces una muchacha joven, corriendo por delante de nosotros. Iba vestida con ropa deportiva y uno de esos aparatos modernos que le regalaba música a través de la incrustación de oídos. Sudaba, era guapa, muy guapa. La vi alejarse sin más.
C
uánto en realidad se me alejaba, se me aleja, todo lo que un día sí mereció la pena. Mi cuerpo me ha abandonado, ya no me sigue donde mi mente quiere llevarle. Porque mi cabeza sigue siendo joven, repleta de cientos de ideas y emprendimientos que surgen sin más. Pero ¿Cómo habría de realizarlos si apenas puedo subir seis escalones seguidos?
- Hoy tenemos suerte- Don Braulio había retornado de su sopor.- La chica corre en círculos, la tendremos para rato.
Hubo una época en la que, tal vez, me habría atrevido a cortejar a mujeres como aquella. Me habría acercado con mi pañuelo blanco y habría exclamo un “Si tan solo aceptase secar su sudor con lo que este sincero admirador le ofrece...” Perfil bajo, accesible, así solía presentarme siempre. Pero ahora, casi siempre, me percibo como un desfasado cuyas proposiciones sonarían ridículas a los oídos de cualquiera. Don Braulio, en cambio, se deja llevar. Hace exactamente lo que sus hijos le dicen que haga, exento de todo criterio propio. No es que yo juegue a lo que no soy, es que aún me resigno a darme por vencido.
Pasó de nuevo la muchacha, en su tercera vuelta enérgica. Parecía que flotaba, sin esfuerzo. Alcé mi sombrero tratando de saludarla pero no advirtió mi gesto y continuó adelante. Yo también corría de joven, pero delante de una pelota de fútbol. Era un juego de caballeros, con apenas público. Todos estaban demasiado ocupados tratando de comer todos los días. La liga profesional era otra cosa, aunque me quedé lejos de entrar en ella, pues me atrapó la necesidad de vencerle a la vida. Aunque en la empresa sí me sentí exitoso, empecé poniendo cables y acabé comprando acciones, no había tanta competencia, ser Bachiller era
ser alguien.
Todo aquel empoderamiento hoy está lejano, como un sueño que a veces dudo si llegué a vivir. Veo el título universitario en la pared del salón, las fotos estrechando manos poderosas, y no sé si sonreír o sucumbir a la nostalgia. Marcela ya no está para ayudarme, murió sin remedio y, aquello por lo que tanto luché, hoy me parece vanidad. Si no fuera por mi pensión, de poco habría servido tamaño sacrificio. Además ¿En qué podría gastarme el dinero? Lo tendrá mi hijo, para ahorrarlo y no disfrutarlo, aumentando aún más el legado de mis nietas. Cuántas cosas por hacer que caerán en el olvido.
La muchacha se detuvo a escasos metros de nuestro banco para atarse los cordones, nuestras vistas cansadas se posaron entonces justamente ahí, en su escote pronunciado. Se colocó los calcetines y reanudó la marcha. Las hormonas no envejecen, solo se hastían de no encontrar acción, pero siguen vivas, a flor de piel. Marcela y yo nos besábamos, sentíamos nuestros cuerpos a pesar de nuestras limitaciones y, a veces, solo eso bastaba para vivificarnos. Sin embargo, cada vez que rememoro aquellos momentos con ella, me asalta la culpa, me siento un viejo verde. Las convenciones sociales finalmente me han robado el derecho de explorar con mi cuerpo.
- ¿De dónde es usted? – Me preguntó Don Braulio.- Sé que ya me lo ha dicho antes, pero últimamente olvido todo.
- De Zaragoza, don Braulio, de la misma Zaragoza.
Mañana seguro que me lo preguntará de nuevo. En realidad esos señores no son mis amigos. Contemplamos a los demás, pasamos la mañana, pero es poco lo que tenemos en común. Yo no les he elegido a ellos ni ellos a mí. Mis amigos, los que de verdad lo eran, ya no están en este mundo. Solo quedamos Esteban y yo, nos llamamos de vez en cuando, pero es absurdo vernos, dos solos jugando al chinchón es muy triste, demasiado. Las sillas vacías que dejaron los ausentes en el bar, solo incrementan nuestra certeza de que los próximos en partir podríamos ser nosotros. Ya no jugamos, nunca más lo haremos de nuevo. Además, Esteban insiste en que lo mejor es entrar en la residencia que le aconsejó su nuera, allí estará cuidado y acompañado. Seré incapaz de ir a visitarle, lo sé. Mientras esté en mis cabales viviré en mi casa y huiré de esas instituciones. Puede que sean adecuadas para nosotros, oportunas, favorables pero, después de cincuenta años viviendo en el mismo piso, tengo la seguridad de que no podría hallarme a gusto en ningún otro lugar.
- Voy a la esquina, ahora vuelvo.- Exclamé en el intento torpe de ponerme en pie.
- Te van a quitar el sitio.- Advirtió don Pablo entre tos y tos.
- Me arriesgaré.
Efectivamente, dos señoras se aproximaron, cada una por un extremo, rumbo a mi espacio vacío. Me dolían las rodillas, pero traté de ignorar el dolor. Es un ejercicio mental que me salva de la depresión, sencillamente simulo que todo aquello que me pincha, arde y estalla por dentro, no existe. El dolor mina al hombre, lo consume desde las entrañas.
Llegué al pequeño puesto de la esquina y tuve que apoyarme para no caer. El tendero se asomó enseguida.
- ¿Está usted bien?
- Si hijo, no te preocupes. Solo tengo que quedarme así un segundo e inspirar profundo.
Me miraba con cara de preocupación.
Es así, o desprecio o lástima, parece que no puedo provocar otros sentimientos. Incluso mi hijo, que un día me admiró, ahora me envía miradas condescendientes, similares a aquellas con las que observa a sus hijas, y menea la cabeza mientras me coge del brazo, casi elevándome del suelo, para meterme en el coche. Le veo los domingos, dos horas. Me recoge puntual a las dos y me deja a las cuatro, porque tienen que salir con las niñas, cosas de familia, de su nueva familia, compras y demás, tal vez al cine, pero suponen que yo estaré cansado, los viejos son de rutinas, así que lo mejor es devolverme a mi casa, hasta el domingo que viene.
- ¿Ya se ha recompuesto?- El tendero vuelve a asomarse angustiado.- Sino podemos llamar a alguien...
- Tranquilo, puedo solo por ahora. Una botella de agua, por favor.
- Aquí tiene, un Euro, si quiere le ayudo a sacar la moneda del monedero, a veces...
- Como te digo, puedo solo. Cóbrate.
Sé que tenía buena intención, pero odio que me infantilicen, que me inutilicen, soy lo suficientemente honesto conmigo mismo como para pedir ayuda cuando la necesito. De nuevo hacia el banco, tomé aire y me preparé aferrándome al bastón.
- Has tenido suerte.- Gritó don Pablo perdiendo la voz en la última sílaba.- Do Braulio acaba de irse al médico, pero date prisa que no te podré reservar el sitio por mucho tiempo.
- Eso intento.- Respondí.
Sentado de nuevo, mi resuello era insoportable. La saliva espesa que apenas pasaba por mi garganta, no aliviaba en nada la sensación de ahogo. Octava vuelta de la muchacha, alcé el bastón en un conato de detenerla, seguramente no me vería, y pasaría de largo, como hacían todos, como había hecho ella cuando alcé el sombrero. Seguramente.
- Dígame.- Su voz al otro lado, me giré y la vi cansada, sosteniéndose la cintura, con la respiración entrecortada. – Me llama a mí ¿Verdad?
- Si, claro que sí.- No daba crédito.- Ten esta botella de agua, pensé que te vendría bien con las carreras que llevas.
Me miró un segundo, sonrió y alargó la mano. Era a mí a quien se estaba dirigiendo.
- Gracias, ya no quedan caballeros así. Buena mañana.
Y se fue, dejando su rostro complacido en mi retina, su mano tibia que rozó la mía al asir la botella. Pero, sobre todo, dejó su mirada, porque fue allí donde pude hallarme, por primera vez en mucho tiempo, completo y digno.
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