La culpa honesta, realista, y su consecuencia más inmediata, el arrepentimiento, son la llave para el acceso a esa gracia que se nos ofrece en Jesucristo. Sin esa culpa no somos capaces de entender, ni siquiera mínimamente, en qué posición real estamos frente al Altísimo. El malestar que la acompaña es, ni más ni menos, que el sentimiento coherente con la percepción certera de que, frente a Dios, no sólo no somos perfectos, que eso la mayoría podemos asumirlo aún sin ser cristianos, sino de que le hemos ofendido profundamente.
La culpa no es entonces una cuestión puramente teórica, racional, sino que se arraiga de lleno en la emoción del que se sabe en una lucha encarnizada con Dios mismo. Quien se siente culpable ante el tres veces Santo lo vive con la angustia del que también sabe que está sentenciado a la separación completa de ese Dios, a la muerte misma y con mayúscula, porque no tolera la afrenta del hombre, criatura Suya al fin y al cabo, contra Él y Su manera de gobernar el mundo. La culpa es malestar, temor, conciencia de afrenta y anticipación de castigo y consecuencias, de vergüenza y humillación, de temor ante El que sustenta la vida, no sólo en nuestros años sobre esta Tierra, sino mucho más allá, con carácter eterno.
Pero esa culpa da lugar, maravillosamente, a una conciencia mayor de gozo y liberación al saberse rescatados, redimidos por un gesto inmerecido de entrega, sacrificio y humillación encarnados en la obra de Cristo. “Uno hay que tomó mi lugar en la cruz”, tal y como dice el himno clásico y es esa entrega la que pone a disposición del hombre un regalo de dimensiones inimaginables que abre las puertas a un nuevo mundo sin culpas, justo, curiosamente, lo que tanto anhelamos en nuestro fuero interno. Sabemos en teoría que, a partir del momento en que recibimos gratuitamente el plan de salvación, Dios nos ve a través de Jesucristo, el único justo y por ello a nosotros se nos reconoce como justificados. De ahí en adelante ya no hemos de enfrentar en carne propia la paga del pecado, que es la muerte misma, sino que hemos sido comprados por precio, a un precio terrible, a precio de cruz.
Pero a este conocimiento teórico nos cuesta a veces añadirle otra realidad: la de que a ese sacrificio impagable sólo puede responderse con la liberación y el agradecimiento de saberse salvo, la obediencia del que comprende que se debe a Quien pagó por Él y deseo de seguirle, buscarle y amarle por encima de todas las cosas.
Lo que Dios pide de los hombres que se acogen a Su salvación no son sacrificios, ni buenas obras fruto de la flagelación o la penitencia, no son culpas manidas o rancias, más propias de alguien que en el fondo de su ser aún cree que puede redimirse a sí mismo, aunque sea en cierta medida. La culpa falsa responde más bien a nuestra incredulidad, a esa idea tan arraigada en nosotros de que lo gratuito no existe. Vivimos a veces esperando descubrir cuál es la trampa oculta después de un plan de salvación tan sencillo. Demasiado sencillo para nuestra mente escéptica, pero nada sencillo en cuanto a su ejecución real, práctica, tangible, tan tangible como el dolor de unos clavos sobre manos y pies, una corona de espinas, todo el desprecio del hombre a Sus espaldas y todo el abandono de Dios Padre por estar cargando sobre Él en ese mismo momento el pecado de toda la humanidad, el tuyo y el mío, para que un día pudiéramos vivir sin culpas falsas, débiles, más cercanas a la religión que a la relación con el Salvador.
La culpa que nos acerca a Dios nada tiene que ver con la culpa legalista, que sólo gana puntos ante los que esclavizan con normas y formas de hacer que Dios no establece. La culpa falsa es una que busca cumplir, dar la talla, su talla, aunque ésta no sea la que Dios impone, que es la Suya y la de Su propio Hijo, y no la nuestra, tan mediocre pero tan importante para nosotros en nuestro fuero interior. La culpa falsa anima al creyente a vivir, no sólo por la gracia, sino también por obras, como si el sacrificio de Cristo no hubiera sido suficiente. La culpa falsa acalla temporalmente las conciencias humanas, a los observadores hipócritas y fariseos, pero nos separa de Dios y la comprensión de Él que quiere que tengamos como Salvador único y suficiente, nos aleja de reconocer la dimensión del sacrificio de Cristo, al contrario que aquella otra culpa verdadera que nos acercaba a Él y a Su reconciliación de forma gloriosa, aunque también dolorosa y necesaria. Aquella culpa era un tránsito, una condición
sine qua non, para alcanzar misericordia a través de los parámetros que Dios y sólo Dios establece y todo lo demás, las culpas
a posteriori, son grilletes a la gracia de Cristo.
El hombre redimido, salvo por gracia, siente el dolor de seguir unido a su condición humana que le lleva a seguir experimentando la realidad del pecado por algún tiempo más, mientras estamos en este mundo. ¡Claro que lo siente! Pero no lo vive con un sentimiento de culpa extenuante que le inmoviliza e incapacita para la vida, sino con la conciencia del que sabe lo que es a la luz de lo que, a su vez, Dios es y demanda. Es consciente, tal y como Pablo expresaba, que “aquello que no quería hacer, eso hacía”, sabe que no tiene el poder en él para hacer el bien que quiere hacer, y que con ello no honra a Su Señor, Quien dio Su vida por él. Pero la experiencia y la convicción profunda de la gracia nos ha de llevar rápidamente a reconocer esa falta como parte de nuestra naturaleza actual y sabernos perdonados, no torturados por la culpa, sino con plena conciencia de que aún estamos sujetos a esta carne mortal. Ya fuimos perdonados por nuestras afrentas pasadas, presentes y futuras y esto implica que el sacrificio de Cristo pagó también por aquello que en ese momento posterior a nuestro encuentro con Él nos lleva a dolernos, pero también a darle gracias porque Su gracia obra en nosotros no sólo en el día de nuestra conversión, sino hasta el mismo momento en que nos encontremos cara a cara con Él.
La culpa asfixiante no puede ser, entonces, aquello que nos caracteriza a los creyentes, puesto que ya no estamos sujetos a leyes de hombres y entendiendo que nos acogemos a ser parte del plan de gracia y salvación para con la Humanidad. La conciencia de pecado sí; la culpa paralizante, no. No puede ser eso lo que algunos prediquen permanentemente desde los púlpitos de algunas iglesias o desde los púlpitos en los que se erigen para las conversaciones con el hermano. Quien decide relacionarse con Dios a través de sus obras (o pretende que los demás lo hagan), será juzgado en función de ellas y esto no depara un futuro halagüeño a tal persona, precisamente, tal como muestra la carta a los Romanos.
La garantía del plan de gracia es, muy por el contrario, que no seremos medidos en función de nuestras capacidades para agradar a Dios, sino más bien según la capacidad de Cristo para agradar al Padre. Sólo en Cristo Dios tiene complacencia absoluta, ya que es Su Hijo amado. Sólo en Él y por Él y para Él son todas las cosas y nadie puede acercarse a Dios si no es por la Vida que hay en Él y que entregó sin reticencias por todo aquel que cree. No es por obras, entonces, para que nadie se gloríe sino que es exclusiva y únicamente por los méritos de Cristo. Las obras, en todo caso, llegarán como fruto de obediencia, pero no como consecuencia de culpas “esclavizantes”, redundantes e innecesarias.
Así pues, la aparente paradoja es ésta: una culpa necesaria que nos libera de culpas innecesarias, de aquellas que nos atan después de haber sido libertados y comprados por precio de sangre para vivir por la obra que Otro hizo y que nosotros nunca podríamos hacer. Descansar en esta realidad es lo que nos permite una existencia verdaderamente libre y digna, como hijos del Rey, adoptivos, sí, pero hijos al fin y al cabo, y viviendo por gracia.
Escoger la opción correcta marca, entonces, profundas diferencias, qué duda cabe. ¡Qué difícil lección nos toca aprender! Buscar la culpa necesaria, la que nos lleva de rodillas a la libertad, y aprender a vivir sin la culpa que nos ataba a la frustración de una infructuosa y redundante vida por obras que no son fruto del amor y de la obediencia sino del temor y el legalismo, una culpa que nos mantiene hundidos y derrotados por arrebatarnos el gozo de una deuda que ya está saldada para siempre y a la que no le hacen falta añadidos, porque es completa y perfecta.
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