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El honrado

-Yo no tengo nada de qué arrepentirme- decía Saturnino, de vez en cuando, si se daba la ocasión.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 16 DE OCTUBRE DE 2010 22:00 h

Y es que, en realidad, resultaba ejemplar en la mayoría de sus actitudes. Honrado, generoso aún en su escasez, esforzado y puntual. Los años habían dibujado una leve curva en su espalda cansada, de trabajo duro y perseverancia, pero ni aún el dolor agudo parecía atentar contra su bondad. Paseaba por el pueblo con las manos en los bolsillos y la boina calada, y todos querían saludarle, recibir su palmadita y verse reflejados en sus ojos rebosantes de condescendencia.

Sus contemporáneos, sesentones como él, recordaban todavía con cierta reverencia, cómo Saturnino salvó la cosecha del año de la Gran Sequía. Él solo, regó cada noche la tierra sedienta, trayendo en su mula el agua desde la acequia. Pero no se limitó únicamente a sus escuetas tierras, sino que también empapó las de sus vecinos, incluso las de los más privilegiados. Su sacrificio no hizo excepciones. Nadie se explicaba el reverdecer repentino de los cultivos, pero Saturnino callaba. No confesó su proeza hasta que fue descubierto por cuatro mujeres que volvían tarde de velar un muerto. Asombradas, le observaron desde detrás de una frondosa higuera, mientras iba y venía, decenas y decenas de veces, acercando, sin descanso, el preciado líquido que se resistía a desprenderse del cielo.

Su secreto, decía, era el de dar grandes paseos de meditación y sosiego. Recorría el páramo, donde, la diferencia de altura entre el ras y el valle, le regalaba una brisa fresca de media tarde. Su predilecto, era el páramo de Torozos, desde donde subía hacia Villanubla o Ciguñuela, según fuera su humor. Si era la nostalgia la que le robaba el aliento, acudía a los cerratos que forman los valles de Pisuerga, Esgueva y Jaramiel; Allí solía perderse, en la bajada salpicada de almendros y girasoles, camino a la lejana Tudela, donde nada parecía tan cruel ni tan perpetuo.

***

- Deberías presentarte a Alcalde.- Le dijo una tarde su primo Pedro.- Mira que eres el único bachiller de nuestros quintos y todos te estiman mucho.
- Me estiman mucho…- Saboreó la frase.
- Se van a presentar otra vez las Mondejar, esas viejas solteronas han hecho toda la vida lo que han querido, solo por tener tierras y herencia. Tú puedes hacerles frente.
Saturnino miró fijamente a su primo, y vio en él el rostro de los que siempre le habían buscado, sonreído y alabado. En aquel momento, le resultó curioso que la posibilidad electoral nunca se hubiese pasado por su mente.
- Vas a ganar, primo. Estoy seguro.- Pedro asentía con vehemencia.- Vas a ganar.

Saturnino se dejó llevar, por el cariño de muchos, hacia la candidatura y, casi sin advertirlo, el recuento de los votos alzó su nombre por encima del de las Mondejar, de las representantes de la clase dominante y el señorío. Ahora él era el señor Alcalde, sin ser aún capaz de asimilarlo como cierto.
- Pase por aquí, señor.- Su nuevo Secretario, enviado desde Valladolid capital, era joven y correcto.- Le enseñaré las carpetas sobre las que vamos a trabajar a partir de ahora.
- Llámame Saturnino, por favor.- Se sentía fuera de lugar.
- ¡De ningún modo, señor Alcalde! Ciertamente admiro su cercanía y sencillez, pero jamás le llamaré por su nombre de pila ni osaré tutearle, los formalismos son condición sine qua non del cargo.

Así sea, entonces.

Saturnino tocó el terciopelo de la silla de Alcalde, miró por la ventana principal del Ayuntamiento y respiró el aire a madera de roble que desprendían los muebles añejos. Aquella sala, en la que únicamente en una ocasión se había atrevido a pedir audiencia, sería su lugar de trabajo desde ese preciso instante. Las comodidades y cortesías, que siempre había creído prohibidos para su humilde persona, se materializaban ante sus ojos atónitos.

***

Los meses que prosiguieron a su elección, estuvieron tan llenos de sobresaltos y dilemas, que a Saturnino no le alcanzaban las horas del día para entenderse en su mismidad.

Un día, recibía a un poderoso terrateniente que pretendía sobornarle, con artimañas y buenas palabras, pero que no lograba colmar sus intenciones al chocar con la inquebrantable honradez de Saturnino. Otro día, una hermosa señorita, joven e insinuante de carnes prietas, se presentaba para proponerle la recalificación de unas tierras que ella, pobrecita, agradecería al señor Alcalde con todo el calor y cariño del que fuera capaz. En honor a la memoria de su esposa difunta, Saturnino también tuvo que negarse. Algunos, sin embargo, trataban de comprar sus decisiones con regalos caros: un coche brillante bajo el sol de Agosto, ropa fina, tres jamos ibéricos, un tractor. En función de la proporción del favor buscado, así era el tamaño del presente. Todos fueron devueltos por Saturnino, tan solo quedárselo ya habría alimentado la duda.
- Señor Alcalde, de unas semanas a esta parte le he encontrado serio y pensativo.- El Secretario le traía las actas y un café.
- Pensativo solamente, no tengo porque estar triste.
- ¡Por supuesto que no, señor! Su victoria fue abrumadora y su conciencia, la más limpia que recuerdo en mi corta carrera profesional.
- Gracias, Gustavo. Tú siempre tan amable…
- Y es que no es para menos, señor Alcalde. Me considero su gran admirador. Ya he escuchado en el pueblo, usted sabe que aquí todo se comenta, que usted solía tener una gran frase con la que coronaba muchas de sus tertulias: “Yo no tengo nada de qué arrepentirme” Le confieso que, al escucharla por primera vez, me pareció un tanto soberbia, pero ahora reconozco que estaba llena de verdad.
- Voy a salir a dar un paseo, te dejo al cargo.- Interrumpió abruptamente poniéndose en pie.

Saturnino se dirigió, como un día tuvo por costumbre, a sus páramos amados, hacia la Cistérniga, por los límites del cerrato, para vislumbrar el valle de Esgueva y el Duero después. Se detuvo entonces bajo un ciprés y, derrumbándose junto a sus raíces, se rindió a la dolorosa reflexión de lo acontecido.

Tal vez, y sólo tal vez, aquella famosa frase suya sí era soberbia, aunque él siempre hubiese querido disfrazarla de humildad y transparencia. Tal vez, y sólo tal vez, en él sí había avaricia y lujuria. Sí miró los pechos de la joven insinuante, sí los deseó. Sí fantaseó con montarse en aquel automóvil último modelo y en vestirse como un señor.

Aquellos impulsos, seguramente, habían estado adormecidos por la necesidad y el trabajo extenuante, pero no eran nuevos, eran incluso más antiguos que él. El poder político había sembrado la semilla y ahora veía crecer la planta trepadora que amenazaba con ahogar su voluntad. Tenía miedo, por primera vez, de sí mismo, pues había descubierto con dolor que podía más la bajeza del hombre, que las buenas intenciones. Bajezas que atormentan el alma, alma humana y limitada.
 

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