Chile hizo noticia mundial hace unos días cuando rescató con total éxito a 33 mineros que permanecieron durante 69 días atrapados en el fondo de una mina en la montaña del Desierto de Atacama. A 700 metros de profundidad, los mineros hacinados en lo que ellos llamaron «el Refugio», vivieron durante 17 días sin ningún contacto con el mundo exterior. Y, por consiguiente, sin saber si alguna vez serían rescatados, vivos o muertos.
Hoy, 15 de octubre, todos están en la superficie, sometidos a los chequeos médicos de rigor, sujetos a tratamiento cuando ha sido necesario, recibiendo el alta, reuniéndose con sus familiares y poniendo al mundo a brincar de alegría. Y todo eso, sin disparar un solo tiro. Sin camuflajes, sin gargantas cercenadas por un cuchillo salvador, sin gritos de triunfo que no haya sido el ya mundialmente famoso ¡Ceacheí-Chi-Eleé-Lé-Chichichi-lelele-Mineros de Chile! (y al que el Presidente añadió, en más de una ocasión, una palabrita que solo tiene el sentido correcto para nosotros los chilenos. ¡Bien por Piñera!)
Todo lo que se tenía que decir sobre la eficiencia desplegada por los rescatistas, el interés inclaudicable mostrado por el gobierno y por el propio Presidente, la entereza de los mineros y la lealtad y voluntad a toda prueba de sus familiares, creemos que ya se ha dicho.
Lo que quisiera destacar en este artículo son dos o tres cosas, un poco al margen de lo ya expresado y que seguramente se seguirá comentando por algún tiempo.
Primero, algo que hemos incorporado a nuestra propia teología asiéndonos a ella con la misma fe con que clamamos cuando necesitamos hacerlo.
Como acostumbramos cada vez que algún miembro de la familia va a viajar, formamos en el aeropuerto un pequeño grupo y hacemos una oración. Nuestro clamor tiene como finalidad pedir la protección de Dios sobre nuestro familiar pero no dejamos de rogar, además, por todos los pasajeros, los pilotos, la tripulación, las condiciones climatológicas e incluso el aparato.
Lo hacemos así porque la experiencia nos ha enseñado que
cuando Dios extiende su protección y cuidado sobre uno de sus hijos, esa protección se desparrama y cubre a todos los que están con él o ella.
En el caso de los mineros de Copiapó, había allá en el fondo del socavón no sólo presencia evangélica sino una atmósfera impregnada de Dios. Allá abajo había creyentes, como se dice en los Estados Unidos,
born again, nacidos de nuevo. Y al extender Dios su protección sobre estos sus hijos, su cuidado benefició también a los demás.
No hay que perder de vista esta realidad. Cuando Dios bendice a los suyos, su bendición alcanza a todos los que están con ellos sean buenos o malos, creyentes o ateos, católicos o mormones, sabios o ignorantes, ricos o pobres. A todos. Esta intermediación espontánea bien debería ser considerada por nosotros como parte de nuestra función sacerdotal y ejercerla cada vez que se nos presenta la ocasión (
1 Pedro 2:9).
Segundo, la insistencia de los medios de comunicación de minimizar la presencia evangélica tanto en el fondo de la mina como en la superficie. Y magnamizar lo realizado por autoridades y pueblo católico. En lo personal, no nos sentimos ni molestos ni menoscabados por esa persistente parcialidad de los medios. Creemos que es como debe ser. No nos queda bien la gloria humana; el reconocimiento de Dios sí porque este es el que vale; sin embargo, vimos, vez tras vez, aunque siempre después de descorrer un poco «la cortina mediática», cómo se pretendía ocultar lo que nuestros hermanos evangélicos hacían. Su fe, su entereza para expresar confianza y seguridad en que Dios llevaría a buen fin el milagro que había comenzado a hacer; en que era Él quien estaba dirigiendo las tareas de rescate que tan bien llevaron a cabo ingenieros, técnicos y otros profesionales; sus cánticos, su rasguear de las guitarras y sus consejos basados en la Palabra.
Con lo que decimos no pretendemos menoscabar los rezos, las procesiones, las palabras de los pastores católicos que las hubo y, por cierto, muy alentadoras. Lejos de nosotros caer en ese lugar tan común de invalidar las expresiones de fe de nuestros hermanos católicos y asumir que solo las nuestras son las auténticas, las verdaderas, las que llegan a los ojos y oídos de Dios.
Tengamos cuidado de estar tratando de meter a Dios en nuestros zapatos; más bien, tratemos nosotros de ponernos en los suyos.
Tercero, el Presidente Piñera lo expresó claramente al responder a una pregunta del periodista. Dijo: «Lo que ocurrió en 1973 dividió a Chile. Lo que ha ocurrido ahora, ha unido a Chile». Y es cierto. El mal recuerdo de 1973 tiende más y más a volatilizarse ante circunstancias como la que acaba de ocurrir en Copiapó. Y en este punto quiero insistir en algo que un sector de la ciudadanía chilena quiere imponer a la fuerza sobre los demás: que olviden lo que pasó. Pero este es un paso equivocado. Nadie puede obligar a nadie a olvidar.
El olvido tiene que brotar desde las intimidades de la persona herida; tiene que ser una acción, no una reacción. Y para muestra, un botón. Me informaban desde Temuco que Luis Urzúa, que fue el último minero en salir, «el capitán del barco» como lo llamó el Presidente, lleva en su pecho el recuerdo del asesinato de su padrastro a manos de la tristemente famosa Caravana de la Muerte(*). Como jefe de turno, Urzúa se desempeñó en esta crisis como todo un líder, velando por el bienestar de sus compañeros en el fondo de la mina y tomando parte activa en la preparación y el desarrollo del rescate en la superficie. Al final, cuando salió de la cápsula, se abrazó con el Presidente de la República sin mostrar en momento alguno resentimiento ni dolor. Luis Urzúa pareciera que ha decidido olvidar aquel trago tan amargo que le hicieron beber quienes fueron por todo Chile matando y destruyendo dizque «para salvar la democracia». Si ese olvido se genera en su propia mente y corazón, está bien; si alguien quiere obligarlo, está muy mal hecho. Recuérdese que el actual Presidente de Chile fue parte del sector de ciudadanos chilenos que dio su aprobación a lo actuado por los militares golpistas dirigidos por Augusto Pinochet.
Y, finalmente, fue Mario Sepúlveda, el más expresivo de los mineros rescatados, quien dijo: «No quiero que me traten como un artista o como alguien especial; quiero que me sigan tratando como un obrero, como lo que soy: un minero». Notable ejemplo de humildad y de cordura. Así debemos ser todos: reaccionar ante cualquiera eventualidad, grande o pequeña, como lo que somos. Ni más ni menos.
(*) La Caravana de la Muerte es el nombre que recibió un escuadrón del Ejército de Chile que recorrió el país en octubre de 1973 asesinando a más de 120 opositores al régimen. El grupo viajaba de prisión en prisión en un helicóptero Puma ejecutando a prisioneros políticos con armas pequeñas y armas cortantes. Las víctimas eran luego enterradas en tumbas sin marcar. Sin embargo, en el Norte de Chile los asesinatos se hicieron más cruentos, pues se dio paso a fusilamientos masivos y ocultamiento de cuerpos en el desierto. Una de las actuaciones más significativas de la Caravana de la Muerte fue la que tuvo lugar en Calama. Allí, 26 prisioneros fueron elegidos al azar de una larga lista de detenidos y llevados a las inmediaciones de la ciudad. Tras flagelarlos, la comitiva militar procedió a fusilarlos y a enterrarlos en una fosa clandestina con el objeto de hacerlos desaparecer. (Fuente, Google, Caravana de la Muerte, Wikipedia, la enciclopedia libre. Véase también «Los zarpazos del puma» obra testimonial de Patricia Verdugo.)
MULTIMEDIA
- NOTICIA:
Chile: el mundo contempla con respeto y asombro la fe de los mineros rescatados.
- VIDEO:
Salida de José Henríquez de la mina y encuentro con su esposa.
- ARTÍCULO de
Verónica Rossato, “Corazón de minero”.
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