La murmuración es hedor, no de la boca sino del espíritu.
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Jesús esparció sus Palabras y el tiempo quedo abrogado.
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Toda cicatriz proviene de una herida.
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Si tienes un amigo genuino eres menos pobre de lo que te creías.
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Quemando te responde la llama.
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La lengua castellana adquiere primera magnitud en las nunca punibles novelas de
Mario Vargas Llosa, peruano y español, como este escriba. Pero, como ha pasado con la mayoría de los más egregios escritores peruanos, el destierro (voluntario u obligatorio) ha significado un plus para cuajar las cuatro paredes de la maestría literaria. Basten citar, para situarnos, los nombres de César Vallejo, José Santos Chocano, Ciro Alegría, Julio Ramón Ribeyro o Alfredo Bryce Echenique, entre otros. El Perú casi siempre en sus historias y poemas: el Perú visto mejor desde fuera, sin orejeras, nacionalismos o falsos altares de perfección.
Cuando en mis tiempos de estudiante universitario, allá por la Lima de principios de los ochenta, un compañero de la facultad de Derecho me vio leyendo
La guerra del fin del mundo (su mejor criatura, a mi entender), tiempo le faltó para increparme por tal complacencia con un “traidor a la causa”. Los fanatismos son nefastos: el inquisidor no sabía que dicha novela trataba justamente de mesianismos y opresiones. Los extremos al final se juntan… Sólo atiné a sonreír por tal proceder, aunque también pude confesarle mi admiración ante las tramas del arequipeño, particularmente en
Pantaleón y las visitadoras (atractiva y jocosa) o
La casa verde (tres tiempos narrativos insuperables). Yo soy originario de la Amazonía, y es que lo selvático del Perú profundo aparecía novedosamente abordado por este paisano que generaba querencias cuando se adentraba en la ficción, y malquerencias cuando opinaba.
Estando yo en Salamanca, el año 1987 apareció una notable novela de Vargas Llosa, aún desconocida por casi todos los lectores. Se trata de
El hablador: dos narradores, uno ´civilizado´ y otro ´analfabeto´, indígena de la tribu de los machigengas, nómadas en la selva alta de mi región, Madre de Dios. El uno (bastante autobiográfico) se ancla en la razón; el otro, en un discurso mítico-simbólico.
Celebro el Premio Nobel como debería hacerlo cualquiera que respete la lengua castellana. Y brindo con el maestro Samuel Escobar, arequipeño como Varguitas, pues en las últimas semanas hemos venido intercambiando varios comentarios sobre la obra de nuestro laureado paisano. Por cierto, la fina intuición de Samuel Escobar lo llevó, desde hace más de una década, a desentrañar la obra del reciente Premio Nobel. Varios son los artículos que ha escrito y publicado en tal sentido. Baste uno para constatar la orientación de sus trabajos:
“¿Una pedagogía antifanática?: La religión en la novelística de Mario vargas Llosa” (Textos para la acción, año 5, nº 8, Lima, marzo de 1997, pp. 18-39).
Sólo alegría nos depara este premio.
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Profiriendo rugidos no lograrás respeto: temor, tal vez.
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David Escobar Galindo es Presidente de la Academia Salvadoreña de la Lengua. Destacado poeta y buen amigo, me envía, dedicado, su libro
Esquirlas y vilanos. Allí leo: “Dice el poeta: Existo/ porque me hace morir cada vocablo./ Soy la contraparábola del Cristo:/ nazco en la cruz y muero en el establo”.
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Ebrio apareces desde el planeta de tu ego. Mientras tanto, el mundo por el que te pavoneas va quedando hecho pedazos.
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¡La balanza! ¡No te olvides de la balanza!
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