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Encuentros en el cielo

Se cuenta que cuando los conquistadores iban a ajusticiar al indio Hatuey, de Cuba, un sacerdote (español, por supuesto) quiso cristianizarlo antes de su muerte. Para convencerlo, le aseguró que si aceptaba el bautismo cristiano iría al cielo. «¿Y los españoles» habría preguntado Hatuey «van al cielo?» «¡Por supuesto!» le contestó, todo animado, el señor cura. «Entonces», le habría dicho Hatuey, «prefiero ir al infierno».
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 09 DE OCTUBRE DE 2010 22:00 h

Sobra la explicación a la actitud de Hatuey. Lo concreto es que nuestros antepasados indígenas podían carecer de muchas cosas pero les sobraba la inteligencia, la astucia, la perspicacia y el orgullo. De lo que carecían era de armas de fuego.

Lo más aproximado que se ha escrito sobre cómo podrían ser las cosas en el cielo lo encontramos en la parábola del rico y Lázaro (Evangelio según san Lucas 16:20-25). Muchas de nuestras creencias, hipótesis y fantasías parten de esa ilustración dicha por Jesús a los fariseos no para adelantar cómo era la vida en el más allá sino para llamar a los incrédulos a creer antes que fuera demasiado tarde.

Próximamente aparecerá el libro El cielo es real escrito por el reverendo Todd Burpo con Lynn Vincent como ghost writer y que está basado en la experiencia de su hijo Colton quien, cuando aun no cumplía los cuatro años, hizo una espectacular visita al cielo que no duró más de tres minutos pero lo que vio e hizo sugeriría una visita mucho más larga. (Evidentemente, al salir de la dimensión terrenal, Colton entró en la dimensión eternal, sin tiempo, la misma reseñada por el apóstol Pedro cuando citando la porción de un salmo, escribió: «Para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día», 2 Pedro 2:8).

El libro, que será publicado por el Grupo Nelson, abunda en hechos insólitos; el autor, sin embargo, se apresura a quitarle todo lo fantasioso y, pasándolo por el ácido de la comprobación, termina ofreciendo un relato cautivante y bastante creíble.
En el cielo, el pequeño Colton conoce personalmente a Jesús, platica con «Su Papá», ve al arcángel Gabriel, a la virgen María e incluso a Satanás. Y claro, también a una multitud de ángeles.

Entre las cosas más llamativas que nos cuenta el autor y que le fueron reveladas por su hijo está el reconocimiento familiar que se da en el cielo. Por ejemplo, el visitante se encuentra con una pequeña que, al verlo, corre a abrazarlo sin ocultar su alegría. La niña resulta ser una hermanita a la que Colton no solo nunca conoció sino que ni siquiera había conseguido nacer. Había muerto en el vientre de su madre cuando apenas tenía dos meses de gestación. Obviamente, nunca se supo si era un varoncito o una hembrita pero ahora lo sabían: aquella pequeña que había muerto tan prematuramente, era una mujercita. ¿Interesante, no? Este pasaje en el libro es más extenso y cautivante.

Otra historia que vivió Colton en el cielo tiene que ver con el encuentro que se produce entre su tatarabuelo y él. Su tatarabuelo, abuelo de su padre, había muerto muchos años antes que Colton naciera; sin embargo, cuando el niño llega al cielo, es interceptado por alguien que le pregunta si él es hijo de Todd. Al responder que sí, el comentario fue: «Él es mi nieto». Este tatarabuelo, conocido en la tierra con el apelativo de Pop había muerto más de cincuenta años antes que Colton naciera.

Al escuchar esta historia, Todd buscó una foto de su abuelo y se la mostró a su hijo. Pero éste no lo reconoció. Solo le dijo: «¡Papi, en el cielo no hay viejos y allí nadie usa anteojos!» Intrigado, Todd llamó a su madre, que vivía en otra ciudad y le pidió una foto de Pop cuando era joven. Al recibirla y mostrársela a Colton, éste se sobresaltó, y dijo: «¡Guao! ¿Dónde conseguiste esta foto de Pop?».

Todo este preámbulo es para decir que el 4 de octubre de 2010 partió a las mansiones celestiales una distinguida dama y excelente cristiana cuyo cuerpo, a los 86 años, se negó a seguir viviendo. Su esposo, también cristiano, había partido unos meses antes que ella.

Siguiendo el relato de Todd Burpo y la experiencia de su pequeño hijo, echamos a volar la fantasía y nos imaginamos que habrá habido un encuentro de este matrimonio en el cielo. Y, yendo un poco más allá en nuestra imaginación, nos preguntamos cómo habrá sido ese encuentro: ¿lleno de alegría? ¿empañado por el resentimiento? ¿con lágrimas de dolor corriendo por las mejillas de ella? ¿O todo eso habrá quedado atrás ya que, como creemos, en el cielo no habrá sufrimiento porque allí, «Dios enjugará toda lágrima y no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Apoc. 21:4)?

De todos modos, y aunque sea simplemente como un ejercicio literario o como un homenaje a esta mujer que en silencio y en mansedumbre supo soportar circunstancias duras en su vida, incluyendo esta especie de secuestro, transcribo un cuento que escribí hace algún tiempo en el que ella y su marido son los protagonistas:

De cómo un marido secuestró a su esposa con el consentimiento de ésta y de cómo ella desapareció, liberándose de su secuestrador

Que un marido secuestre a su esposa no es cosa que ocurra todos los días. Y, menos aún, que la esposa consienta al secuestro y se autoconvenza que de los males, es el menor.
Nunca fueron completamente felices. Ella, una mujer fina, delicada, de gran personalidad pero que jamás alzaba la voz; él, dueño de un estilo sutil pero inapelable para imponer su voluntad. Cuando daba órdenes, acostumbraba darlas con una sonrisa nerviosa que nunca conseguía estabilizar. Pero su palabra no admitía réplicas. Lo que él decía, se hacía. Aunque era de carácter débil, había desarrollado una apariencia de hombre fuerte con la que había conseguido ocultar su fragilidad. Era egocéntrico, aunque trataba de parecer magnánimo.

De su padre había heredado un campo ubicado a unos veinticinco kilómetros de la ciudad, en una zona especialmente fértil. Se conocía la propiedad como la palma de la mano tras haberla recorrido hasta sus más lejanos rincones desde que era un muchacho. Allí se sembraba, se criaban animales y durante la época de verano se recogía buena cantidad de frutas. Con todo y ser el campo más bien pequeño, se producía lo suficiente para que vivieran de él los propietarios y un par de familias que servían como peones.
Ya adentrados en el otoño de sus vidas, él decidió trasladar su residencia en forma permanente a la finca que, por entonces, carecía de una mano fuerte que la administrara.
-Querida -le dijo un día- creo que debemos irnos a vivir al campo.
La decisión de su marido no la sorprendió. Sabía que tarde o temprano llegaría. Dejó la pluma con la que escribía, alzó lentamente la vista, posó sus ojos en él, y le dijo, calmadamente:
-Está bien.

Quiso decirle: «¿Has pensado en mí al tomar esta decisión? ¿Te has preguntado si no será que me estás llevando a una prisión? ¿No se te ha ocurrido pensar que esto es una especie de secuestro?» Pero prefirió callar.
Él, como si a través de la mirada de ella hubiese leído sus pensamientos, trató de justificar su decisión:
-El campo necesita la mano de un hombre. Los animales están descuidados. Los cercos están cayéndose. El sistema de regadío nunca se ha instalado como corresponde. La fruta se pierde en los árboles sin que nadie se interese por cosecharla.
Iba a seguir enumerando las razones por las que debían irse a vivir allá, pero ella lo interrumpió para decirle:
-Sí. Tienes razón.

Quiso decirle: «Todo lo que me dices tiene que ver contigo, lo que me confirma que no has pensado en mí. Me sacarás de la ciudad, me alejarás de mis actividades y de mis amistades y me llevarás a vivir a un lugar donde ninguno de los trabajos que acabas de enumerar tiene que ver con mis habilidades». Pero prefirió callar.

Él, como si a través de la mirada de su esposa hubiera leído una vez más sus pensamientos, trató de explicar lo inexplicable:
-Allá podrás leer, podrás escuchar tu música, podrás ver televisión, disfrutarás de aire puro. Tendrás todo lo que quieras.
El único comentario de ella fue:
-¡Ahá!
Quiso decirle: «Todo eso lo tengo aquí». Pero prefirió callar.

Se fueron a vivir al campo.

Él estaba a sus anchas. Era su ambiente. Construyó cercos nuevos, instaló el sistema de regadío, se preocupó de los animales, cosechó la fruta. Volvía a casa a la hora de comer cansado, pero feliz. Tanto, que no tenía tiempo para pensar en cómo su esposa invertía su tiempo. Siempre la encontraba sentada en una silla mecedora, con un libro en la mano, frente a la ventana que le permitía ver las montañas lejanas y un cielo que cambiaba de aspecto según fuera la estación del año o la hora del día. Por eso, porque se sentía tan feliz con su trabajo en el campo que había heredado de su padre, nunca se dio cuenta que en su esposa se iba produciendo una extraña metamorfosis. Era como si con cada vuelta que completaran las manecillas del reloj una hebra de las amarras que la mantenían sujeta a la tierra se cortara.

Un día, al regresar y querer contarle que la vaca Felona había tenido cría, encontró la mecedora vacía. Solo vio sobre ella el libro, los anteojos con el marco dorado, una extraña luminosidad de un azul suave y unas manchas extrañas como de tizne que no le llamaron mayormente la atención. «¡Curioso!» dijo y se dispuso a buscar a su esposa llamándola por su nombre mientras recorría los cuartos de la casa. Nada. Luego, salió al jardín a mirar por los alrededores. No estaba por ninguna parte. Preguntó a los peones de la finca, pero nadie la había visto. De nuevo ante la silla mecedora, notó que esta no dejaba de moverse rítmicamente, como si una mano invisible la estuviera meciendo. Se inclinó, recogió el libro y los anteojos, puso su mano sobre lo que se le antojaba como manchas de tizne y al acercarla a sus ojos para verlas mejor notó que se volatilizaban como diminutas luces de colores desapareciendo de su vista. Mientras tanto, el resplandor azul suave fue debilitándose hasta desaparecer al tiempo que la silla mecedora se detenía. Al recorrer con la mirada, una vez más, el cuarto, vio una pila de libros unos sobre otros y desparramados por el piso. Por único comentario, dijo: «¡Qué manera de leer!»
Al mirar por la ventana descubrió que ya era de noche a pesar de ser solo las cuatro de la tarde.
 

 


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