Los valores son aquellos conceptos que tienen un significado para las personas,
aquello que nos importa, que en cierta manera nos mueve en nuestro comportamiento y guía nuestra conducta en un sentido o en otro. Generalmente se ha hablado de valores morales y este vínculo conceptual ha sido tan estrecho que muchos hoy no pueden hablar del tema sin considerar que están excesivamente cerca de un elemento de tono religioso, incluso aunque la palabra “moral” no se mencione siquiera. Justamente por esto se han hecho muchos esfuerzos por separarlos de la idea de moralidad o ética, en esa búsqueda permanente y tan de moda por ser absolutamente aséptico y no confundirse ni lo más mínimo con cualquier cosa que pueda sonar, aunque sea de lejos, a normas establecidas o, mucho menos, a religión.
Hoy por hoy se lleva ser lo más laico posible, todo lo arreligioso que se pueda. Pero es complicado hacer una separación real entre estos valores y el cristianismo, sobre todo si tenemos en cuenta que esos principios son los que, desde las páginas de la Biblia, se relacionan con “todo lo bueno” y manifiestan de forma tajante que “todo lo bueno viene de Dios”. Así, resulta que hay realidades (como estas y otras muchas) que quedan muy lejos de poder ser manipuladas por el ser humano, no importa cuántos esfuerzos se pongan en ello. Lo que es bueno es bueno y está relacionado con el Bueno por excelencia, que es Dios mismo y el hombre no puede hacer nada por cambiar eso.
Sin embargo,
notemos de nuevo cómo el que ciertos valores más asociados a la moralidad se hayan desplazado o arrinconado no significa que hoy nuestra sociedad no tenga valores. Los tenemos y muy enraizados, por cierto. Lo que ocurre es que ya no son ese tipo del cual las anteriores generaciones hablan y que el cristianismo promueve.
No son valores BUENOS tal y como la Biblia los entiende y los presenta. Son valores NUESTROS, que es algo muy diferente, aunque al hombre esta característica le resulte suficiente como para considerarlos buenos. Aquellos valores ausentes buscaban principalmente dignificar a la persona en algún sentido, perfeccionarla, dotarla de mayores grados de solidaridad, madurez, justicia o responsabilidad y, principalmente, ser reflejo de lo que Dios es y glorificarle.
Hoy el objetivo es claramente otro muy distinto. No se busca dignificar sino ensalzar al individuo por encima de todo (y cuando decimos TODO, queremos decir TODO).
El ser humano se ha posicionado hoy en el epicentro de la mayor parte de sus valores. Estamos en el origen y en el destino de cada una de nuestras acciones y la tendencia social a la que parecemos estar abocados es, no pocas veces, “Primero yo, después yo y, si queda algo, para mí”. Así nos explicamos con bastante contundencia cómo los valores más cercanos al altruismo están tan denodados. Igualmente lo están la nobleza, la honestidad, el respeto o la solidaridad, la justicia y la generosidad, sólo por mencionar algunos de ellos. Y, por tanto, ya no nos sorprende encontrarnos con noticias acerca de la corrupción, no ya de la clase política, puesto que por su cercanía al poder la damos casi por descontada sino, por ejemplo, de organizaciones supuestamente sin ánimo de lucro o de regímenes políticos que buscan el bien común y terminan pervirtiéndose, o de entidades de ayuda y beneficio social cuyos principales beneficiarios son ellos mismos.
Aquellos valores al desuso se han hecho tan escasos que, hoy por hoy, cuando tienen lugar, alimentan muchas de las noticias más llamativas. Por decirlo de otra forma, lo que es noticia hoy es defender esos valores, no lo contrario porque, recordémoslo, es la excepción y no la norma lo que resulta sorprendente y, por tanto, noticia de interés. Pensemos si no y, como muestra, sólo un botón, en la explotada hasta la saciedad situación entre el Profesor Neyra y la disputa de pareja en la que intervino. Lo que sorprendía no era sólo la tragedia de verle postrado en una cama durante meses y en estado de coma, sino que lo que le movió a esa cama fue una acción solidaria. Eso era lo verdaderamente insólito y lo que constituía el eje central de la noticia. Luego vinieron los debates televisivos, las disputas, y la exposición abierta de lo que nos mueve hoy como sociedad: el espectáculo, el “todo vale”, la búsqueda del aplauso fácil, el “la verdad es verdad si es mi verdad”, las medias tintas en cuestiones absolutas y un sinfín de añadidos que ya casi ni nos inmutan porque estamos más que hartos de verlos.
Pero esto es lo que somos y no importa cuánto tardemos en reconocerlo y aceptarlo en nuestro fuero interno. Eso no cambia las cosas ni nos acerca un poco siquiera a lo que deberíamos ser. Solamente nos hace enquistarnos más y más en lo que es el gran problema del hombre: él mismo.
Así, los valores que, tal y como decíamos, sitúan al individuo como punto de partida y punto de llegada pecan por ser justamente eso lo que está podrido. Más aún, nos pone ante una realidad flagrante, la de nuestro propio pecado, nuestra propia Torre de Babel, la que pretendía construirse tan alta y esbelta que compitiera con la propia gloria de Dios.
Si algo ama el ser humano es a sí mismo y esto choca frontalmente con el principal objetivo de Dios para el hombre: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. El hombre busca por encima de cualquier otra cosa satisfacerse a sí mismo y, si bien esto siempre ha sido así, en los últimos tiempos se ha hecho quizá más evidente. No es que antes no ocurriera, es que quizá se era más pudoroso, más temeroso, más respetuoso. Hoy el ser humano considera que no hay nadie superior a quien tenga que rendir cuentas, por lo que sólo él se considera cualificado para decidir sobre sus actos, sin tener nada más en mente.
Queremos ser libres, individuales, personas con éxito, destacar, aparentar, obtener satisfacción personal y placer por encima de todo y, si para ello hemos de dejar de lado cuestiones más nobles, parece que bien merece la pena si con ello conseguimos lo que queremos. Estamos en la época de los derechos, pero de las menores responsabilidades posibles (una forma, sin duda, elástica de plantearse la vida), pero es la que hay y la sociedad en la que vivimos, no sólo la promueve de manera pasiva, que también, sino que la aplaude de forma activa.
En el fondo, el paso de los siglos no nos ha hecho cambiar ni un ápice de lo que verdaderamente somos en nuestro fuero interno, en lo más profundo de nuestro corazón. Tal y como expone la Biblia en Romanos 1:21, “habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.”
La gran cuestión, finalmente es ¿estamos dispuestos a volver a unos valores en los que nosotros no seamos todo el centro de atención, que no nos glorifiquen ni ensalcen como si fuéramos el centro del Universo?
¿Falta de valores? Sinceramente, no lo creo. ¿Valores equivocados? Parece que sí, y no están lejos, sino plenamente inmersos en lo que la Biblia llama pecado que no es, ni más ni menos, “curiosamente”, que errar el blanco.
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