Ya se señaló anteriormente que
el diagnóstico prenatal en sí mismo es una práctica que no debería rehusarse, desde el punto de vista ético, si es que existe un motivo justificado para llevarla a cabo.
Desde luego conviene siempre realizar una correcta evaluación de los peligros en que se incurre, así como de la eficacia del método elegido. Los padres deberían estar perfectamente informados por el médico de todas la eventualidades del proceso ya que, en definitiva, son ellos los máximos responsables y quienes, llegado el caso, tendrán que tomar decisiones.
Las finalidades mencionadas para llevarlo a cabo, tales como tranquilizar a la madre, tener previstas medidas adecuadas en el momento del parto o antes, etc., son lo suficientemente importantes como para asumir los riesgos que puede plantear el diagnóstico prenatal.
No obstante,
otro asunto diferente es recurrir a tal prueba con la idea preconcebida de interrumpir el embarazo si es que el feto es portador de alguna anomalía. En tal caso, el diagnóstico prenatal puede dejar de tener coherencia moral. No es lo mismo acercarse a la criatura que está en el vientre materno con la intención de ayudarla a sobrevivir si es que presenta algún problema, que con la idea de aniquilarla. En un caso, se busca la sanidad y la vida, en el otro la muerte y la destrucción.
Es verdad que
en las situaciones más graves, como pueden ser la anencefalia o las taras genéticas incompatibles con la vida, a veces se aconseja el aborto con el argumento de evitar así un “shock psicológico” a la madre durante el parto. Sin embargo, los que se oponen a tal decisión por considerarla poco ética, argumentan que de esta forma se le provoca una muerte violenta al ser inocente que se está gestando y además se hace contraer también un riesgo adicional a la madre, al interrumpir bruscamente su gestación. Afirman, por tanto, que sería mejor esperar al nacimiento natural, aunque se sepa de antemano que el feto fallecerá de todas formas antes de la primer hora de su alumbramiento.
De cualquier manera, ¿cómo puede sentirse una madre que es consciente de estar gestando un feto sin cerebro? ¿cómo puede esto afectarle en los meses de gestación que aún le quedan? Nadie más que ella conoce sus propios sentimientos en esa trágica situación y, por lo tanto, deben ser ella y su esposo las únicas personas autorizadas para tomar una decisión libre.
En los casos de malformaciones compatibles con la vida, como puede ser la espina bífida, que suele producir parálisis en las piernas, hidrocefalia* o incontinencia urinaria durante toda la existencia, es posible que al evaluar las necesidades económicas y asistenciales que requieren tales enfermos, se recomiende a los padres la interrupción del embarazo de estas criaturas, con el argumento de que tal tipo de vida es despreciable y no merece la pena ser vivida. No obstante, en estos casos se plantean inmediatamente los siguientes interrogantes: ¿hasta qué punto es ético suprimir vidas humanas por el hecho de que sufran determinadas anomalías o malformaciones? ¿acaso los minusválidos carecen de dignidad o la poseen en menor grado que los sanos? ¿puede hacerse depender la dignidad humana de la integridad física o del nivel intelectual?
Con frecuencia los que nos consideramos “sanos” y “normales” tenemos cierta tendencia a creer que una vida humana con minusvalías físicas o psíquicas puede carecer de sentido. Sin embargo, las personas que la padecen por lo general no suelen pensar así. La mayoría creen que, en cualquier caso, siempre es mejor vivir que no vivir. Por supuesto que hay excepciones, pero son minoritarias. El concepto de “vida feliz” al que aspira constantemente nuestra sociedad es muy relativo. No hay nadie que, a pesar de sus limitaciones, no pueda descubrir alguna motivación o deseo para continuar viviendo. Las malformaciones orgánicas no tienen por qué privar a ninguna persona de su propia dignidad y de su derecho a la existencia.
En el caso de tantos niños que sufren
el mongolismo o síndrome de Down* ¿puede ser justo eliminarlos cuando sólo son fetos? Se trata de criaturas que si se las estimula convenientemente llegarán a tener un importante desarrollo afectivo y personal.
No nos parece que desde la ética cristiana sea aceptable impedirles el nacimiento porque no van a tener el mismo nivel intelectual que sus hermanos. Cuántos hogares han visto enriquecida y potenciada su vida familiar por aquel mismo bebé que al principio les hizo derramar tantas lágrimas de amargura. El problema que la sociedad debería resolver es el de la asistencia a tales personas cuando se produce la inevitable falta de los padres.
Aunque el recurso al aborto eugénico en estos casos sea algo legal que la sociedad acepte, nos parece que desde la conciencia cristiana es algo rechazable y, a la vez, peligroso para la propia comunidad.
La mentalidad que se está creando entre los ciudadanos, con la práctica de este tipo de aborto, es la de un falso perfeccionismo que considera a las personas con alguna deficiencia como errores humanos sin derecho a la vida. Se origina así un clima hostil hacia todo disminuido o no bien formado.
Esta actitud va claramente en contra del Evangelio, de la enseñanza de Jesús acerca del amor al prójimo y la solidaridad con el débil o el enfermo que sufre. La supresión de la vida del no-nacido no puede justificarse moralmente en base a la existencia de esta clase de anomalías o malformaciones.
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